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Un viejo refrán dice que el que se acuesta con niños meado se levanta y es aplicable a cien mil situaciones en la vida. A todos nos ha pasado alguna vez, que éramos conscientes de que nos metíamos en un jardín y aun así tiramos para adelante como si fuera inevitable. Al día siguiente, claro, todo se ve de otro color. Seguramente a estas horas Vladímir Putin debe estar pasando por una experiencia parecida. Pienso que en las altas esferas de la política uno no se puede fiar ni de su madre, pero estaba claro que el tal Yevgueni Víktorovich Prigozhin no era un mirlo blanco. Ladrón condenado en su juventud, preso durante una década, hábil para sobrevivir y reinventarse una y otra vez, el tipo acabo convirtiéndose en un villano de manual. Hasta su aspecto y su lenguaje dan miedo. Los mercenarios arrastran su mala fama desde la Antigüedad y no es extraño: no son más que asesinos a sueldo, que hoy sirven a un amo y a unos intereses y mañana, a su enemigo si les paga mejor. Con esa calaña, Putin ha hecho negocios durante años y ahora ha encontrado la horma de su zapato. O de su bota militar. Lo de ayer no fue más que un aviso, un tèntol para ver quién la tiene más grande. El clásico juego de amenazas y bravuconerías entre machos violentos que aspiran a convertirse en jefe de la manada. Algo que nos hace sonreír cuando lo vemos en documentales sobre gorilas de montaña de espalda plateada pero nos perturba hasta lo indecible cuando quienes se enfrentan así, como simios incapaces de controlar su ira, ponen el riesgo la estabilidad mundial. Ayer, medio mundo tembló y los líderes de todos los rincones del planeta encendieron sus alarmas ante el conato de guerra civil en Rusia. Veremos qué es lo siguiente.