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Algo tienen en común Pedro Sánchez y José Luis Rodríguez Zapatero, aparte de su adscripción a las mismas siglas: ambos han sido víctimas de las más sórdidas campañas de difamación. Con Zapatero, empezaron burlándose de su ‘buenismo', pues, al parecer, para ser un presidente de gobierno creíble había que ser torvo y malo, pero eso sólo fue el principio de lo que hubo de padecer el que fue rebautizado como ‘Bambi' precisamente a causa de ese ‘buenismo' que sacaba tanto de quicio a sus debeladores de la reacción. A Sánchez no le han dejado de insultar todavía. El Gobierno presidido por Zapatero acabó con ETA, con aquella banda que, sobre cometer tantos crímenes y destrozar tantas vidas, distorsionó durante décadas la vida política en aquella democracia aún en construcción, pero al correligionario que se puso al frente del Ejecutivo años después, tras los gobiernos de Rajoy, le dicen desde el PP que le vote Txapote, y estampan el obsceno lema en camisetas como si esa infamia hiciera una gracia que no se puede aguantar.

Uno y otro, Sánchez y Zapatero, no han sido vilipendiados tanto por sus errores como por el imperdonable pecado de haber obrado en beneficio de la mayoría. Sánchez, que por lo que se ve andaba muy subsumido en las tareas de gobierno y no se había percatado, acaba de descubrir, horrorizado, el inmenso caudal de odio gratuito que en estos últimos años se ha arrojado sobre su persona, pero Zapatero, que ha disfrutado de algún tiempo de relax tras el mismo pim-pam-pum de que fue víctima, cree saber ya cómo se combate esa artificial pero devastadora inquina, siquiera con vistas a la cita electoral del 23-J, y, empatizando con aquél que en el pasado nunca le suscitó demasiada simpatía, se ha puesto el mono, ha bajado a la arena y anda de acá para allá desmontando falacias y haciendo un poco de pedagogía política.