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El otro día (de pagès) tuve la fortuna de asistir a un concierto memorable, por el que ciertamente no daba más duros que los de la conciencia histórica: los míticos Mötley Crüe, grupo angelino de los 80 de altísimos cardados y pintas barriobajeras, y con una historia tan truculenta detrás que el milagro es que a estas alturas sigan vivos. Así las cosas, esperaba que cumplieran expediente y poco más, pero dándome cuenta de que estaban dispuestos a reventar a su audiencia y a demostrarle de lo que eran capaces, me fue conquistando no solamente su música, sino ante todo y sobre todo, su actitud. Porque lejos de todas esas cosas que hoy en día parecen tan absolutas e inamovibles y políticamente correctas, este tipo de grupos vivió un momento en el que su actitud vital daba lugar a situaciones impensables de naturaleza impensable, de tal manera que muchos de quienes ahora condenan sus actitudes, son los mismos que van a verles con nostalgia y simpatía por ellas. Y mira tú por dónde que en determinado momento, el batería Tommy Lee se dirigió al público con un sonoro «heeeeeeey, show me more t*t************s!!!», a lo cual muchas de las féminas contestaron levantándose sus camisetas armadas de sonrisas y del mismo buen rollo festivo que quienes gustamos de estos asuntos hicimos a su vez, para no sentirnos de menos. Y de repente, resultó que la fiesta estaba permitida, que las personas que hacían eso lo hacían con plena libertad y responsabilidad, y que no necesitaban que nadie les dijese que por eso eran menos (o más) que cualquiera. A veces, la vida es dulce...