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Cómo interpretar los resultados en las urnas a menos de dos meses de la anterior convocatoria electoral? Hay una frase que se atribuye a Federica Montseny en plena Guerra Civil que dice: «Ahora no somos ni socialistas ni anarquistas, ni comunistas ni republicanos. Somos todos antifascistas. Porque todos sabemos lo que representa el fascismo». Y ese creo que ha sido el hilo invisible que ha movido el voto este pasado 23 de julio. La resurrección de Pedro Sánchez se la debe a miles de votos prestados. Miles de personas que habitualmente votan a otros partidos –especialmente en el País Vasco y en Catalunya– que, por una vez, se han tapado la nariz y han echado la papeleta socialista a la urna para frenar a la extrema derecha. Eso explicaría el bajón de opciones independentistas y nacionalistas.

Incluso los habrá, más conservadores, que se hayan decantado por prestarle el voto al Partido Popular de Alberto Núñez Feijóo con la esperanza de que no necesitara como escudero del próximo gobierno a Santiago Abascal. El resto del subidón pepero se debería al votante de Ciudadanos y, quizás, también a cierta transfusión de sufragios procedentes del mismísimo Vox. Sea como sea, ni el PP ni el PSOE deberían mostrar euforia ni entusiasmo ante los escaños conseguidos, porque, me temo, muchos los tienen solamente en alquiler y pronto llegará la ocasión de perderlos de nuevo para devolvérselos a su genuino propietario.

Hay en España, quiero creer, millones de personas con cabeza que, voten a izquierdas o a derechas, contemplan como una línea roja inadmisible el extremismo ultra. Y aunque Vox ha querido ofrecer esta vez una imagen más civilizada y suave de su ideología, no ha conseguido desprenderse del tufillo a fascismo que le perseguirá siempre.