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Es una de las estrellas del mundo de la canción y arrastra a millones de seguidores en todo el planeta. Taylor Swift nació en un pequeño e idílico pueblo de Pensilvania y se mudó en la adolescencia a la capital del country, Nashville, donde creció como una diosa adorada por el mundo desde que a los 17 años lanzó su primer disco. Perseguida por toda clase de chismorreos relacionados con su peculiar vida sentimental, nunca ha dejado de desarrollarse como artista y, por lo que se ve, tampoco como persona. La noticia dice que al culminar su última gira, que la ha llevado a recorrer su país y el año que viene se extenderá a Europa ,Asia y Australia, ha decidido agradecer a su equipo por su esfuerzo añadiendo cien mil dólares a la retribución de cada uno. Una generosísima propina que le supondrá a la diva un pellizco de 55 millones de dólares. Una auténtica fortuna para cualquiera de nosotros, pero apenas una minucia si tenemos en cuenta que esa gira ha proporcionado mil millones de ingresos. No es extraño que Swift alcance la gloria y acumule la devoción de casi todo el que la escucha y la ve actuar. A su obvio talento como compositora, cantante y showwoman –acumula tantos premios que es casi imposible glosarlos– hay que añadir su aguda visión como empresaria. Una mujer de éxito que no se conforma con disfrutar del dinero ganado y prefiere compartirlo con quienes han contribuido a que lo lograra. Empresarios así hemos visto pocos por estos lares, donde el tan americano «devolver a la sociedad lo que la sociedad me ha dado» resulta una marcianada. Estoy segura de que sus colaboradores –camioneros, bailarines, técnicos, cocineros, maquilladores, encargados de vestuario, músicos– le serán leales para la eternidad.