En el Centro de los Alumnos, una especie de local de asueto con futbolines, billar, juegos de damas y ajedrez, tebeos y revistas, descubrí a Superman, en las historietas ilustradas que leía mientras los demás jugaban a ping-pong. Superman era eso, el superhéroe, que es lo que le ha dado vigencia siempre, el superhombre, una especie de mito inalcanzable. Pero en algunas revistas salía un Superman del revés en un mundo del revés. Las cosas no eran cuanto más bonitas mejor, sino al contrario, cuanto más degradadas mejor. Era un mundo de podredumbre y de cobardía que a lo peor no dejaba de parecerse a la realidad.
Seguía llamándose Superman, pese a ser un héroe de pacotilla. Sin embargo, a mí me ronda por la cabeza la idea de Inframan, que sería lo contrario, el hombre gris, apocado, poco inteligente, temeroso, feo, esmirriado de cada día. A lo mejor ese hombre tímido sería capaz de una gran hombrada, puesto en la tesitura de sacar orgullo de donde no lo tiene y ser valiente y extrovertido por una gran causa y una sola vez. Pero en general sería el hombre gris, el oficinista que se anuda la corbata todas las mañanas, a quien nadie saluda, nadie mira y todos se atreven a menospreciar. Inframan en la tierra de los súper, porque abundan los que se figuran ser más de lo que son, o al menos se lo creen. Es lo que dijo Pavarotti una vez: «Está ahí mi padre que tiene una voz mejor que la mía», y añadió una coletilla: «O al menos se lo cree». Inframan, mi antihéroe, no se creería nada del otro jueves.
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