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Ahora que Putin ha vuelto a poner de moda los crímenes de Estado con sello soviético, viene como anillo al dedo rememorar a uno de los tipos más oscuros del siglo XX: el camarada Lavrenti Beria. Alopécico precoz, con gafitas de intelectual, parecía que no había roto un plato en su vida, pero era el peor de los grandes monstruos rusos. Y ha habido muchos. Georgiano, como su jefe Stalin, fue desde 1938 a 1953 el torturador favorito del genocida soviético. Como jefe de la policía política, la NKVD, puso en marcha un régimen de terror con deportaciones y purgas masivas, al tiempo que industrializaba los gulags, los crueles campos de trabajo de la URSS. Entre sus hazañas se encuentra la matanza del bosque de Katyn, cuando los rusos fusilaron a 22.000 militares e intelectuales polacos indefensos e hicieron creer al mundo que había sido cosa de Hitler.

Pero además de sádico, Beria –que era arquitecto y tenía una sólida formación intelectual– era un violador en serie. Como mano derecha de Stalin, gozaba de una impunidad absoluta y cuentan que en Moscú, por las noches, salía con su limosina en busca de víctimas atractivas. Algunas desaparecían para siempre. Y las que volvían nunca le denunciaban. No en vano, Stalin le apodaba «nuestro Himmler», en referencia al jefe de las SS alemán. Pero en 1953, paradojas del destino, todo se torció para Beria. Stalin apareció misteriosamente muerto «por una embolia» y las sospechas apuntaron a él. Su sucesor, Jrushchov, ordenó fusilarlo y el otrora todopoderoso jefe de la policía política se arrodilló, implorando clemencia. No tuvo suerte.