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Ahora que hemos comprobado con detalle –aunque periódicos y televisiones nos protegen de las imágenes más duras– cómo se las gastan los de Hamás, nos recuerdan a diestro y siniestro que no debemos confundir a los terroristas con la población gazatí, que Hamás no es lo mismo que Palestina. Vale, ok, abracemos el buenismo ese que tantas cosas maravillosas nos ha traído. Hamás es lo que es, eso lo tenemos clarísimo y dudo que alguien en este mundo que se considere ser humano pueda decir nada a su favor, ni siquiera mostrar la más mínima comprensión del fenómeno. Si alguien cerca de ti lo hace, por favor, huye. Ahora, ¿qué pasa con los palestinos? Habrá de todo, por supuesto, como en botica, pero recordemos que en 2006 la mitad de ellos votó para que les gobernaran las bestias del infierno. ¿Y eso qué significa? Que comparten sus valores, si de algún modo a eso que hacen se le puede llamar valor. Hemos llegado a un mundo en el que prácticamente nadie es capaz de bajarse del burro. Si en los años de la primera Intifada algunos sintieron simpatía por el pueblo palestino, con sus humildes pedradas contra el Estado superopresor de Israel, pasados treinta años siguen ahí, inmóviles, conservan su kufiya (el famoso pañuelo que lucía Arafat) y mandan donativos para que esa gente sobreviva al cruel sitio al que les somete el enemigo. Todo eso es muy romántico, pero alejado de la realidad. Que Israel despliegue todas las medidas de seguridad habidas y por haber, está comprobado, es por algo. Esa gente por la que tantos sienten lástima, no lo olvidemos, son capaces de colocarle un cinturón de explosivos a uno de sus hijos y subirlo a un autobús para que todo explote. Que no son todos, lo sé. Pero son muchos.