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En 1970 aterrizó en Palma un elegante caballero, de abundante cabellera negra. Era Mark Eugenievich Taimánov, uno de los más grandes ajedrecistas de la época y un virtuoso al piano. Un genio que en Mallorca quedó en cuarto lugar en el torneo Interzonal que ganó el norteamericano Bobby Fischer. El soviético había sido un niño prodigio y en 1937, en San Petersburgo, aprendió a tocar el violín en un tiempo récord, para protagonizar una película sobre Beethoven. En los años sesenta se convirtió en un prodigio musical, pero nunca dejó las 64 casillas: «Cuando daba conciertos me estaba tomando un descanso del ajedrez. Cuando jugaba al ajedrez estaba descansando del piano. ¡Mi vida ha sido unas largas vacaciones!», bromeaba. En 1971 se le heló la sonrisa. Fischer le borró del tablero, en el Torneo de Candidatos, por 6-0, un resultado sin precedentes. Y en plena guerra fría. El Kremlin lo acusó de alta traición y lo dejó sin sueldo ni pasaporte. Se debatió, incluso, si juzgarlo. Su mujer le abandonó y todos le dieron la espalda. Era un apestado nacional. Un muerto en vida. Pero el genial músico y ajedrecista nunca se rindió. Era un paria, pero le quedaban sus dos grandes pasiones. Y las mujeres, que eran su perdición. En 1977 el campeón del mundo era Karpov, una máquina casi inhumana y un comisario político soviético. Nadie daba un rublo por Mark. Pero Taimánov, el apestado devorado por la URSS, firmó una de las partidas más bellas y con un salto imposible de caballo barrió a su contrincante. Vivió hasta 2016, se casó varias veces más y con 78 años fue padre de gemelos. ¿Alguien da más?