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Son las 6:45 de la mañana, me levanto muy agotada del día anterior, las clases fueron agotadoras.

Mientras preparo el café se me escapa una sonrisa y se me llena el corazón al pensar: agotadoras, sí, pero se lo pasaron muy bien. Mi cabeza sigue rondando en el mismo tema y se me borra la sonrisa… ¿De qué sirve si nadie lo valora? Pero vuelvo a pensar en mis niños (sí, para mi siempre son ‘mis niños’, no simples alumnos), y se me pasa un poquito la pena.

En mi caso son muchas familias y gente que, por desgracia, ignoran el trabajo que una docente con vocación ha de hacer cada día. Muchos nos dicen que es nuestro problema, porque no sabemos desconectar. Pero diré algo, de la enseñanza no se puede ni debe desconectar así que sí, cuando voy a un bazar y veo algo que a mis niños les va a gustar se lo compro. Porque van a jugar y a disfrutar y, lo más importante, a aprender.

Ese es otro tema: comprar. Que tire la primera piedra aquella profesora que NUNCA haya comprado material o utensilios para el aula con su propio dinero, me gustaría conocerla y preguntarle cómo lo hace.

Luego no nos olvidemos de que debemos programar, corregir, adaptar material a todos los alumnos, crear actividades que enganchen y quieran aprender, preparar el material en físico de los juegos, rellenar infinidad de documentación burocrática, elegir libros de texto adecuados ... Estas y muchísimas otras cosas más no dan tiempo a hacerlas en nuestro horario laboral.

Y eso, querido lector, lo hago en mi tiempo libre. Tiempo en el que me gustaría dedicarme a mi misma, tiempo que dedico a tus hijos. Y sí, lo hago porque quiero, porque quiero cambiar las cosas desde dentro, porque no quiero que tengan la educación triste y chapucera que tenían mis abuelos y mis madres. Tiempo que estaría agradecida de que se valorara sin juzgar las vacaciones, los salarios, ni la jornada laboral de los docentes.

Nadamos a contracorriente de presupuestos bajos en educación, leyes absurdas que dificultan el trabajo ya que cambian cada poco, familias que no quieren participar con las escuelas y no ven la importancia de ello, entre muchas otras cosas más.

Me da mucha pena escuchar alumnos que me dicen ‘de mayor quiero ser maestro o maestra como tú’, porque luego veo el trato que sus mismos padres me han dirigido en una reunión.

Y en ese momento desearía poder guiarle yo misma durante el resto de su vida para alcanzar a ocupar la silla que yo estoy ocupando, para que pueda lograr sus sueños y para que su familia vea que realmente es una profesión tan dura como bonita y que, con mucha suerte, empiecen a valorar.

No pido que se levante un monumento a los docentes, pido respeto.

A todo esto sigo preparándome para irme a trabajar, acabando de abrocharme los cordones de los zapatos. Entonces caigo en la cuenta de que tengo unas ganas increíbles de ir a trabajar.

Pienso en aquello que realmente me saca una sonrisa: En las risas que hay en clase, en los llantos que nos hacen aprender y en las peleas que crean nuevas amistades.

Su clásica pregunta antes siquiera de saludar: ¡Profe! ¿Qué vamos a hacer hoy? Esa predisposición a querer hacer, querer aprender y querer ser. Esa es la que a mi, de verdad, me merece la pena cada día, cada minuto y cada segundo.

Bueno, quizá no todo sea tan malo.

Cojo mis cosas, abro la puerta y me lanzo a un nuevo día. Y pienso en lo único que realmente me importa: ¿Cómo lo hago hoy para que se vayan más felices que ayer y sabiendo algo nuevo?.