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En este país nunca ha habido salarios fabulosos y facilidades enormes para prosperar en la vida. Desde mis abuelos, la supervivencia ha sido difícil, por más que ahora esté de moda blanquear los años del tardofranquismo y la Transición en una propaganda indigerible que nos dice que todo el mundo compraba dos pisos con el sueldo de un obrero. Sin embargo, ahora estamos viviendo la cuadratura del círculo. De forma paulatina, pero sin pausa, el nivel del vida español se ha ido acomodando al de los países europeos más desarrollados, sin que le acompañe su capacidad adquisitiva. Hoy, la vivienda cuesta aquí lo mismo que en Ámsterdam, Londres o Berlín –bueno, aún puede subir un poco más–, la compra en el supermercado, la gasolina, los servicios de telefonía móvil, la energía, el transporte público… poco a poco el precio de vivir se ha ido europeizando casi sin que nos demos cuenta. Mientras, la crisis de 2008 nos clavó un puñal en el corazón que aún no hemos conseguido sacar. La herida no cierra y el sangrado no se detiene. Durante más de una década, las pérdidas han sido constantes y, para guinda del pastel, llegó la pandemia. Por eso ahora vemos cosas que nunca se habían producido: en sus testamentos, los abuelos les dejan propiedades, dinero o lo poco que tengan no a sus hijos, sino a sus nietos. Porque son conscientes de que, sin ayuda de la familia, ningún joven de hoy saldrá adelante en España. Y los padres intentan destinar parte de sus ingresos a ayudar a la nueva generación. Antaño era a la inversa, los jóvenes trabajaban a destajo para ayudar a sus padres y abuelos. Hoy son más altas y estables las pensiones que los salarios, aplastados desde hace quince años. Toda una vida laboral.