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La verdad es que nunca había pensado que nos tocaría despedirnos tan pronto. ¿Y quién de los dos se iba a ir antes? No lo podíamos saber. Para mi pesar, te has ido tú y me has dejado sola. Y, por si fuera poco, durante las vacaciones de Navidad. No tuve tiempo de hacerte ningún regalo. Ni siquiera de pensar en qué te iba a regalar. Ya nos habíamos regalado muchas cosas. Y, sobre todo, tiempo. Tiempo en verano, fumando en la terraza y escuchando las últimas canciones de Robe. Tiempo en invierno, acomodados en el sofá y hablando -tú algo soñoliento- del futuro. De cómo iba a ser nuestro futuro, porque el presente no estaba siendo demasiado generoso.

Cuando no se puede hacer nada -que suele ser mucho más a menudo de lo que nos creemos-, no es difícil intentar saltar en el tiempo para imaginarnos en otro punto, en otro instante que, con suerte, nos tratará mejor. Las adicciones no nos dejan pensar con claridad. Menos mal que nosotros somos de los que no se arrepienten del tiempo perdido, yendo a la deriva. Porque, de lo contrario, la angustia nos habría estado reconcomiendo desde el día en que nos conocimos, en marzo de 2018. Mis recuerdos de aquel día son algo borrosos: yo estaba llorando en el pasillo del hospital y tú te acercaste a consolarme. Desde aquel momento fuimos inseparables y nos dedicamos a compartirlo todo durante nuestras convalecencias. Y ya te quise tanto que, al darnos el alta, te busqué y tú apareciste. Qué bonito fue aquello.

En realidad no nos parecemos en nada. Nuestras vidas son muy distintas. Nos dicen que no entienden que podamos ser amigos. Tan amigos. Y es verdad que no se entiende. Pero qué más nos da. Lo importante son las cosas que nos enseñamos el uno al otro. No nos despedimos. No me avisaste. Por eso a veces me pasa que creo oír tu voz tras de mí, y de lejos, Andy, me parece ver tu hermosa silueta saliendo de la oscuridad.