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Mi abuela materna siempre decía que el ser humano podría prescindir de muchas cosas, pero nunca del campo. «Tenemos que comer todos los días», repetía para defender la sacrificada labor de sus antepasados. Y es cierto, del campo nos alimentamos, aunque la sociedad urbanita tienda a olvidarlo. Ahora mismo, los agricultores de media Europa están en pie de guerra y a algunos les parecen unos locos que protestan por no se sabe qué. Tampoco los medios de comunicación les hacen mucho caso y nadie se molesta en explicar sus razones. Pronto se les unirán también los españoles. Hay muchos motivos para su ira, desde el galopante aumento del precio del gasóleo que necesitan para su maquinaria hasta la guerra de Ucrania, que propició que Europa decidiera abrir sus fronteras a las importaciones agrarias de ese país, el gigante del cultivo de grano. Más recientemente, las nuevas normas medioambientales impuestas por la Unión Europea constituyen la guinda de este pastel envenenado, envuelto ya por una sequía de órdago. Ser payés no es rentable, viven a medias de lo que venden y de subvenciones. Pero es uno de los trabajos más duros que existen y pocos jóvenes lo desean. Su futuro, por tanto, es más que incierto. ¿Qué hacemos para seguir comiendo como hasta ahora? Todos queremos ver el supermercado lleno de coloridas frutas y nutritivas verduras y hortalizas; igual que esperamos encontrar carne y pescado de calidad. Todo eso procede de un trabajoso esfuerzo. Quizá la solución sea nacionalizar el sector y ofrecer buenos salarios para atraer mano de obra, que el Estado cargue con las pérdidas, como hace con otros tantos ámbitos estratégicos. Ah, pero en ese mundo competitivo eso no está bien visto.