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La Primera Guerra Mundial, de la que ya se cumplió un siglo largo, estalló sin más ni más porque tras el asesinato en 1914 del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando en Sarajevo por el joven nacionalista serbobosnio Gavrilo Princip, varios notables dirigentes europeos se asustaron y como no se fiaban un pelo de los unos de los otros, temieron que aprovechasen la ocasión para atacarles. Se acobardaron, gritaron a las armas y se lio la que se lio. Actualmente, el Estado de Israel, todavía traumatizado por el Holocausto y por el pánico de ser aniquilados, lleva ya unos 30.000 muertos en Gaza, niños y mujeres en su mayoría, además de la destrucción total de la franja. Por cobardía, que no les permite aceptar un Estado palestino en su vecindad. En principio, no tenemos nada en contra de los cobardes, digamos Sánchez o Puigdemont; la cobardía es un derecho humano que yo mismo ejerzo más de lo que quisiera, pero por el western Infierno de cobardes de Clint Eastwood (también titulada La venganza del muerto), sabemos que a veces el miedo provoca calamidades peores que aquellas de las que intenta precaverse. El señor Puigdemont tumbó la ley de amnistía porque es un cobarde que huyó tras declarar la independencia (eso es lo imperdonable, y no su independentismo), y como ni amnistiado se sentía seguro, dejó otra vez colgados a sus fieles seguidores. En cuanto al señor Sánchez, de sobrenombre ‘El Atrevido', no se atrevió sin embargo a convocar elecciones, decir «Si quieren me votan, y si prefieren a Vox en el Gobierno, me voy a mi casa tan contento». Y asunto concluido. Se acobardó, en definitiva, y aunque entendemos muy bien a los cobardes, y estamos a su favor casi siempre, hay que ver la que llegan a montar cuando mandan y se crecen. Del pavor que a los colonos les inspiraban los indios, en EE UU no dejaron ni uno vivo. Las ultraderechas crecen en Europa gracias al miedo de los más acobardados. Demasiados cobardes desequilibran la balanza. Son muy peligrosos y agresivos. Sobre todo si ciertos jueces muy dicharacheros no se acobardan en absoluto, y proceden a levantar autos peregrinos muy traídos por los pelos. Infierno de cobardes, efectivamente. De los que se pasan el día fanfarroneando y jactándose de su valor. Qué valientes, dice la gente con admiración.