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Cuando una sociedad moderna progresa, la gran mayoría de sus ciudadanos cuenta con un empleo bien pagado y goza de condiciones laborales que le permiten desarrollar aquella utopía que decía que el tiempo del que disponemos debe repartirse a partes iguales entre el ocio, el trabajo y el descanso y ese ocio estaría idealmente conformado por actividades culturales, deportivas y de naturaleza, más allá del bar, el cubata o el chismorreo. Aquí eso sigue en el terreno utópico. En la España del siglo XXI muchos sueldos no alcanzan para garantizar una calidad de vida mínima, cosa que se complica cuando tienes hijos, padres ancianos o enfermos a tu cargo.

Los gastos se disparan, los ingresos apenas crecen. Añadamos unas hipotecas desatadas por los altos tipos de interés y unos precios rampantes por el IPC y tendremos la tormenta perfecta. Hace unos años algunas familias encontraron en el alquiler vacacional un buen complemento a sus ingresos, ese plus que faltaba para redondear las cuentas. Duró poco, porque el lobby hotelero cercenó de cuajo casi cualquier diminuta competencia. Luego llegaron los fondos buitres, los grandes tenedores, que convirtieron el hospedaje privado en un negocio agresivo. Cataluña acaba de legislar de forma extremadamente reductora esta actividad, en su afán por que no se convierta cada pueblo en un fantasma solo para turistas. Europa ha puesto el grito en el cielo, porque en este país los políticos acostumbran a hacer leyes sin contar con la normativa europea, a menudo ni siquiera con los dictados de la propia Constitución. Está bien regular, claro que sí, pero gran parte del problema desaparecería si todos tuviésemos ingresos suficientes para vivir con comodidad.