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Hace siglos que se conoce la estrecha relación entre vegetación, pluviometría y temperaturas. Al menos eso nos han contado a todos, que donde hay árboles llueve en abundancia y nunca se morirán de calor, como ocurre cada vez más a menudo aquí. Desde aquel verano tórrido de 2003 se publican estadísticas que advierten de los terribles daños en la salud de las personas de esas olas de calor, contabilizándose por cientos, o miles, los fallecidos. Parece que a nadie le importa. Este año nos están machacando día sí y día también con la dichosa sequía en Catalunya y me temo que pronto tendremos noticias de la nuestra propia, porque a pesar de que esta semana ha llovido un poco, llevamos un otoño y un invierno inusualmente secos y templados.

Y sin embargo las autoridades se inflan para declarar que este año habrá más vuelos que nunca con destino a Mallorca, los hoteles reventarán de éxito y las playas y piscinas estarán a rebosar. Más gente, más consumo de agua, más calor. La burbuja proporciona enormes beneficios a algunos, pero temo que más pronto que tarde nos estallará en la cara. Y curiosamente, surgen aquí y allá noticias que nos hablan del incomprensible afán que tienen quienes mandan por eliminar vegetación. Hace unas semanas fueron los magníficos bellasombras de la Calatrava, ahora varios árboles de la plaza de España. Nuestros parques –los pocos que hay– no destacan por fomentar la sombra y el verdor y sin duda cada nueva reforma urbanística ahondará en esa misma tendencia hacia el dominio absoluto del cemento y el calor matador. Una ciudad, una isla, abocadas a convertirse en lugares inhabitables por la desidia, la codicia y las pésimas decisiones de quienes las gobiernan.