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Es imparable. El precio de la vivienda es insoportable en Balears. Y los alquileres se han vuelto asfixiantes. Continua, implacable, el castigo hacia los jóvenes, cada vez más marginados del mercado inmobiliario. Pronto habrá que pertenecer a la élite para poder formar una familia. Más que en una sociedad desarrollada, nos estamos convirtiendo en un coto cerrado, excluyente e insensible hacia los segmentos menos favorecidos. Y esta evidencia, además de inconstitucional, nos empuja al suicidio como pueblo. Mientras la población del Archipiélago se ha doblado en pocas décadas, no se construyen, ni de lejos, viviendas para asumir este revolcón demográfico. Casi no se ven grúas en ciudades y pueblos. Y llevamos lustros con esta sequía. Este es el detonante que enloquece los precios. Mandan la especulación y la endémica desidia política. Jamás una sociedad desarrollada había tratado tan mal a sus nuevas generaciones. Está bajo mínimos la promoción de viviendas protegidas. Y las medias que se toman son insuficientes para afrontar este drama.

Ahora, el Govern del PP intenta recuperar una antigua norma suya para legalizar construcciones en rústico levantadas a la brava y sin papeles. Con eso se incrementa la especulación que beneficia a unos pocos, pero no se abre la esperanza a la juventud. Tampoco van a ningún sitio las medidas quiméricas y de autobombo, como sería la imposible prohibición de vender inmuebles a los extranjeros, porque van contra la normativa europea. Es necesaria una acción política de consenso que impulse la construcción de viviendas, públicas y privadas, de venta y de alquiler, para salvar a una generación expulsada del mercado. O los poderes públicos se mueven con decisión o empujarán a mucha gente hacia la radicalización y extremismos. No habrá moderación sin techos habitables. Ni paz social sin ascensores.