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Vaya por delante: asumo completamente la dimensión espiritual de los seres humanos y creo, como la novia de Judá Ben Hur, que «en el mundo hay mucho más que lo que vemos». No concebiría la vida –estando, soy consciente, en los últimos estadios de la mía– sin esa proyección espiritual cuya aceptación conlleva necesariamente la existencia de algún tipo de creencias, una fe que, por supuesto, no puede ser ‘la del carbonero’, sino producto del estudio, la formación y –sobre todo– la aceptación de nuestra pequeñez, un átomo de polvo en la inmensidad del Universo. Lo dice, creo, el Talmud: nadie está obligado a creer en aquello que no ha asumido como materia de estudio.

Precisamente por eso, porque me apoyo en la fe y en la ciencia, que algún día, estoy seguro, convergerán, siento una creciente aversión hacia el pseudoespiritualismo, ese desbordamiento de superchería que a falta de creencias sólidas, invade cada día más el ámbito de nuestras vidas. Claro y corto: estoy harto de la plaga de los ‘palomeros/as’, esa gente que predica la pseudociencia bajo el señuelo de una vida sana que tiene su base en la prohibición de todo aquello que te gusta. Esa gente que ha hecho del yoga una religión –y un negocio–, que ha convertido las vacunas, y la moderna ciencia farmacéutica en el Leviatán de un mundo al que pretenden liberar de un sinfín de secretas conspiraciones.

Hace poco un familiar muy querido padeció una afección respiratoria de cierta gravedad y los médicos le trataron con corticoides. Pues bien: no hubo de faltar quien quiso calentarme las orejas asegurando que el tratamiento prescrito era poco menos que un arma letal en manos de diablos ocultos que pretenden dominar nuestra voluntad, y también nuestro bolsillo.

¿Por qué a esa legión de mercachifles falsamente espirituales les otorgo el apelativo de ‘palomeros’? El nombre, de mi particular invención, procede de una amiga, de nombre Paloma, que me aseguraba estar en contacto con «seres superiores» y me regañaba porque, según decía, yo era un maltratador de mi coche, al que consideraba poco menos que un ser humano. Afirmaba también que la máquina expendedora de vídeofilms instalada en su calle se negaba a funcionar por «falta de afecto» de sus usuarios. Ha llovido desde entonces, pero la oleada de pardaleria esotérica no ha hecho más que aumentar. Y ojo, caro lector, porque estamos rodeados.