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Cuando uno es tímido, está lleno de complejos e inseguridades y tiene infinitas más dudas que certezas se hace difícil comprender según qué tipo de personalidades mesiánicas que, en la lejanía, solo parecen ridículos engreídos con ansias de poder. Es el caso de Carles Puigdemont, un hombre gris aupado a lo más alto –si el pequeño trono de una pequeña región en la pequeña Europa puede considerarse algo elevado– por mor de las circunstancias que ahora habla como si fuera uno de los dioses del Olimpo sin cuya intervención nuestras vidas carecieran de sentido. Este hombrecito ejerció como presidente de la Generalitat catalana durante dos años. Tiempo que aprovechó para presionar al Estado de una forma nunca vista antes, lo que le ha costado el puesto y, por poco, la pérdida de su libertad. Prefirió huir porque, en su megalomanía delirante, considera que él sigue siendo el president y sin su participación en la vida pública Catalunya está perdida. Ya se ha visto que a Catalunya le importa un pimiento el destino de este individuo y sigue su vida, como es lógico. Porque detrás de Puigdemont no hay una personalidad arrebatadora, un líder que arrastra a las masas, un personaje de cuyo carisma es difícil escapar. Al contrario, igual que Pere Aragonès o Salvador Illa, la política del Principat está dirigida por mediocres que a menudo no tienen otro discurso del Madrid nos hace pupa. Me gustaría saber qué clase de país quiere construir Junts, incluso ERC. Porque el mensaje político no está claro. Junts es heredero de uno de los partidos más corruptos de la historia y representante, suponemos, de los intereses de la antaño poderosa burguesía catalana. Los otros, ni se sabe. Y en campaña, bien podrían explicarse.