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Ayer, en las islas Canarias, decenas de miles de personas participaron en manifestaciones para protestar contra el modelo turístico. Se quejan del crecimiento sin fin del número de visitantes, del agotamiento de recursos y de un deterioro creciente en las condiciones de vida de los residentes en el archipiélago. Relatan que la vivienda se encarece y que los sueldos no dan, que falta agua y otros recursos y que no se cabe. Según los convocantes en las protestas participaron más de 100.000 personas, una cifra que las autoridades rebajan a 57.000 que es mucha gente igual. Entre las reivindicaciones está implantar una ecotasa o limitar la compra de inmuebles por parte de extranjeros. Vistas desde la distancia, las protestas provocan una evidente incomodidad. Como dos paciente a los que someten al mismo tratamiento doloroso en la misma habitación de hospital. Uno aguanta con estoicismo el tramiento y aguanta el sufrimiento en la confianza de que será bueno para él. El otro, de repente comienza a gritar. «Qué quejica», piensa el primero al inicio, «si no es para tanto». Sin embargo, cuando comprueba que una enfermera acude presta y toma medidas para paliar el mal rato del vecino, se queda con cara de tonto y empieza a su vez a quejarse. Salvo que sea tonto de veras y, para demostrar un aguante superior rechace la ayuda que probablemente le hayan ofrecido. Así podría oscilar la reacción balear ante la protesta canaria. Una parte de la población los mira con envida y solidaridad, otra esperará a ver qué pasa y una tercera ignora de qué se quejan y verá con incomprensión el movimiento que protesta por el maná turístico. Queda apuntar la protesta, esperar su extensión a otros puntos, quizá Barcelona, quizá Balears y evaluar si existe algún tipo de reacción política ante un fenómeno que parece imparable. Mejor que llamen al doctor.