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Hay cuestiones que no tienen respuesta y por eso son muchísimos más los mallorquines que no dicen nada y observan detrás de la roca todo lo que se manifiesta, escenifica e incluso no se comenta. Hay cosas que no cambian y esa es la flema de la mayoría frente a los que toman las calles y se sienten orgullosos de lo creativo que puede resultar su cartelito o su performance callejera. Ante todo, lo que debemos abordar y analizar (y sobre todo resolver) resulta extremadamente complejo; el punto de partida sería: ¿Quiénes son los mallorquines? y ¿qué Mallorca defendemos? (si este artículo se acaba publicando en Menorca o en las Pitiusas solo cabe cambiar el pertinente gentilicio). Yo, como buen isleño, no pienso responder en voz alta una pregunta que nunca tendrá la respuesta correcta y no sé si con mis veinte apellidos mallorquines seré reprobado si defiendo que cualquier europeo (Europa es esto) pueda comprar en cualquier isla porque sencillamente le gusta o porque quiere integrarse en nuestra sociedad y cultura (reformar una casa que estaba abandonada es un claro ejemplo de ello). No me gustaría estar en la piel de nuestros gobernantes cuando además la prensa habla del clan de Campos y este es un pueblo que precisamente rebosa mallorquinidad por los cuatro costados. Si un mallorquín falla el error es doble, si un mallorquín vende su propiedad el sacrilegio es digno de infierno sin pasar por el purgatorio. Lo más probable es que se venda a un extranjero y dudo que ello solo ocurra aquí. Lo comentaba hace quince días en un artículo titulado Morir de éxito sin saber una semana después se constituiría una mesa para salvar lo insalvable. Es como nuestra Albufera que languidece mientras estos días veo la central de Es Murterar funcionar a todo trapo (y no quiero imaginarla con los cuatro grupos activos). La foto que acompaña estas reflexiones demuestra lo inmutable que resultan algunas cosas y mucho más si falta convicción, consenso y creatividad. Por ello soy escéptico ante todo lo que se plantea, sea desde el gobierno o sea desde los sectores más inconformistas y cuyas aportaciones pueden ser más destructivas que constructivas. No quiero repetirme, pero hay que partir del realismo y de la gestión frente a las proclamas. Nadie quiere que le toquen su confort ni su bolsillo y estoy seguro de que muchos de los que toman las calles no se privan de poner su aire acondicionado o de su paga subsidiada. El egoísmo es un mal consejero y apelar a salvar una Mallorca descrita según el antojo personal es muy peligroso. Aplaudo cualquier acción que suponga un revulsivo, pero hay que acertar en el diagnóstico y en las soluciones. Ello no es cosa de expertos sino de una sociedad que entiende su contexto más cercano y el más global. Es cuestión de inteligencia colectiva ahora nublada por el catastrofismo y la polítización. Mallorca ha pasado muchas penurias y las ha superado. Así deberá ser.