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Pues poco parece. Consumo, el Ministerio, ha impuesto una sanción de 150 millones de euros a cuatro compañías aéreas: Ryanair, Vueling, Easy Jet y Volotea por varias infracciones que cualquier residente en estas Islas ha sufrido: tener que pagar por cualquier bulto, por poder sentarse con sus hijos en un avión o por imprimir la tarjeta de embarque. La reacción muestra el talante: seguirán haciendo lo mismo mientras se resuelve el asunto en los tribunales, lo que dará margen a que hagan varios años más lo que les dé la gana. Sobre algunas de esas cuestiones, como el equipaje de mano, han resuelto hasta el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Saben que no lo pueden hacer, que si cualquiera de los pasajeros recurre, ganará. Pero lo hacen. Si la carga de reclamar es individual siempre hay margen de ganancia.

Lo asombroso es el retraso en la actuación institucional, la única prevención posible. Cualquier individuo que se dedique a robar 60 euros en efectivo a sus conciudadanos varias veces al día será reprimido por el Estado de una manera u otra. Aquí se navega en resquicios y cálculos de cuello alto y la necesidad de que las empresas lleven a cabo el servicio aminora el riesgo. Ningún ciudadano asumiría en otro tipo de situación un trato similar al que dispensan algunas aerolíneas. Imaginen a un restaurante que cobre por hacer la cuenta o por coger la comanda: plus por pedir comida. Nadie volvería. Porque nadie tiene la necesidad de regresar a un sitio así. Ocurre que volar, en buena parte de la geografía mundial, no es una necesidad, sino un contratiempo esporádico que queda compensado por lo que ocurrirá después. De ahí que a algunos poderes públicos les pueda resultar extraño tener a una parte de la ciudadanía secuestrada por esas prácticas: donde el vuelo es una necesidad, el abuso de las empresas es un expolio.