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Es una lástima que tras varios milenios de civilización humana, aún no dispongamos de nombres, adjetivos y vocabulario para los olores, aparte de buenos y malos, agradables o hediondos. Para los sabores sí que tenemos varios adjetivos básicos (dulce, salado, agrio, ácido, etc) que los definen de modo esquemático, y como últimamente somos criaturas muy audiovisuales, para los sonidos y las imágenes existe un léxico abundantísimo que nos permite describir con precisión cualquier cosa que se vea o se oiga. Y por si eso fuera poco, la estética, que es una rama de la filosofía, nos explicará si tal imagen y tales sonidos son hermosos y por qué, así como si deben gustarnos o no. Los olores, en cambio, son indefinibles por definición, y sólo pueden describirse comparándolos con otros olores ya conocidos. Esto huele a meada de gato. Esto huele a frutos secos. Esta señora huele a tortilla, con un toque de ropa tendida en el patio. Este capullo huele a cubo de basura, no puede ser bueno. Los expertos en vinos, muy locuaces y explícitos en cuanto a sabores, se vuelven literarios, metafóricos y hasta metafísicos cuando intentan describir los aromas. Se les va la olla por falta de vocabulario y exceso de comparaciones.

Hace tiempo, copiando su estilo, me atreví a calificar el aroma de cierto malta de Islay de «viento procedente del mar que tras azotar los brezales de Yorkshide llega a la rectoría donde viven las hermanas Brontë, penetra en su cuarto abriendo la ventana y les alborota los cabellos mientras duermen, provocándoles sueños borrascosos». Vale, no hay forma de narrar un olor y ni siquiera la boyante industria perfumista, con miles de literatos a sueldo, lo ha conseguido nunca. ¿A qué huele esto? Pues esto huele a esto otro, con algo de aquí y de allá. Parece mentira, nuestra nariz distingue millones de olores, pero ninguno tiene nombre. Leí con disfrute el magnífico libro de Federico Kukso Odorama. Historia cultural del olor (Ed, Taurus) y aunque hasta descubrí cómo olía el Jurásico, o el casco de Aquiles, o Helena de Troya, o la Estación Espacial, nombres propios ninguno. Todo huele a otras cosas, gratas o pestilentes. Qué fallo gramatical. Qué lástima.