Llegaron hace algo más de cuatrocientos cincuenta años. Cosa un tanto extraña, pero la clave estuvo en Jerónimo Nadal, compañero de Ignacio de Loyola, que se empeñó en que los jesuitas fundaran un colegio en Palma y lo consiguió, en terrenos lindantes con la antigua sinagoga, abandonada tras la conversión forzosa de los judíos instalados en el Call Major. Allí alzaron su iglesia conventual con su gran portalada barroca, a la que darían el nombre de Montesión, seguramente para honrar a la Virgen como hija de Israel. Y es que de antisemitas nada, hasta que llegó de Barcelona su rector Francesc Garau siglo y medio después, dejándonos el miserable libelo La fe triunfante,
La Compañía de Jesús, además de su iglesia, levantó un colegio para la enseñanza de las nuevas artes y ciencias a los jóvenes palmesanos, perdidos en el ocio, las riñas tribales y la galantería, y donde los unos de Canamunt y los otros de Canavall, aspiraban a convertirse en espadachines para doblegar a los clanes opuestos al suyo. Los jesuitas, en su empeño por transformar a la sociedad dirigente, aportarían a la isla sus filósofos, gramáticos, matemáticos e incluso maestros de astronomía, tales como Matías Borrasá, Bartolomé Coch o José Zaragoza, todos, como nos recordará Jaume Sastre, constituyendo la lanzadera que permitiría la introducción de la ciencia moderna en Mallorca.
Su primera expulsión llegó el 29 de marzo de 1767. Un navío, procedente de Alicante, les conduciría hasta Civitavechia, para ser acogidos, junto a sus compañeros de la Península, en los Estados Pontificios. Anteriormente entre los muros de Montesión, a principios del XVII, habían constituido semilla de cristiandad dos santos: Alonso Rodríguez, portero de Montesión, y Pedro Claver que, desplazado a América, pasó a la posteridad por su entrega a aliviar el sufrimiento de los esclavos que llegaban a Cartagena de Indias. Algún cuadro del XIX, que se conserva, presenta a los dos santos en atenta conversación. ¿De qué hablarían? Del permanente mandato del amor. ¿De qué si no?
Llegué al colegio, procedente de los escolapios de Barcelona, en octubre de 1946. Tenía nueve años, y allí entre los muros del aula de ingreso al bachiller, pude conocer la ingente personalidad del hermano Prades, personaje inolvidable, de notable genio pero que escondía un gran corazón. Poco después descubrí la entidad de un gran rector, el padre Narciso Anglada, que en momentos de crisis familiar y como quien no da importancia a la cosa pero está en ello, saliendo de misa me paró y me dijo por lo bajo: «Piña Homs, sepa que su padre es una gran persona. Vuelva a filas». No lo entendí. Pero con el tiempo descubrí que aquel personaje, además de entregado e inteligente, andaba enterado de todos los fregados. Dominaba la información, virtud jesuítica por excelencia.
Hoy los jesuitas se van. Cierran el convento, para convertirlo en residencia de mayores. Adiós al indomable Norberto Alcover. Adiós a su rector Javier Monserrat, ambos referente de aquella juventud de los años cincuenta, que se entregó de cuerpo y alma a la Compañía. Yo por entonces iba en busca de quimeras, como siempre. Y esto que José Sabater me pedía más discernimiento. Adiós amigos. Echaremos en falta, ya lo estamos notando, aquel sentido de la realidad que el talante jesuita supo aportarnos.
Sin comentarios
Para comentar es necesario estar registrado en Ultima Hora
De momento no hay comentarios.