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No soy demasiado aficionado a los relojes, ni de muñeca, ni de bolsillo, ni de péndulo; ni digitales ni mecánicos. Ni siquiera a los relojes rotos, esos que dan la hora exacta dos veces al día y además sirven para fijar el momento del crimen en algunos casos de asesinato con violencia. El detective lo mira entonces con cierto escepticismo, y murmura «Hum… Aquí hay algo que no encaja». Ya saben lo enigmáticos que son los detectives. No siento ninguna admiración por los relojes, y eso que como sordo no he oído nunca su angustioso tic-tac, y si soporto mejor los de campanario es porque suelen ser patrimonio artístico, y sobre todo, por su lejanía. Un reloj remoto resulta menos apremiante y enojoso que uno abrochado al cuerpo, aunque su efecto sea el mismo.

Pero que no simpatice con los relojes no quiere decir que no sepa que se trata de uno de los más prodigiosos inventos humanos, y el más influyente de largo, porque cambió hasta el ritmo de la evolución natural, acelerándola. Una auténtica maquinaria psicológica, el reloj, y en la actualidad, casi metafísica. ¡Medir el tiempo! ¡Al segundo! Ni siquiera teníamos psicología alguna antes de inventar ese aparato, y los augures debían consultar las estrellas para conocer nuestra salud mental. Sin embargo, por razones ignotas, los seres humanos siempre estuvieron obsesionados con el tiempo, cómo medirlo y calcularlo, y el sol y la luna, sin instrumentos adecuados, son relojes muy inexactos. No se entiende cómo conquistó Julio César la Galia sin siquiera un reloj de arena, que aún tardaría siglos en llegar. Luego aparecieron los relojes de pesas, y a partir de ahí, como el tiempo es más rápido cuando lo mides (por la psicología, decíamos), pronto fueron objetos de alta joyería. De adorno. Pero su efecto sigue siendo el mismo. Ahora, además de los que llevamos encima, hay relojes por todas partes. En la calle, en las casas, en las pantallas de la tele, el ordenador y el móvil, en el trabajo, en edificios públicos… Mires donde mires, verás un reloj. No sólo sabemos siempre la hora, sino el segundo, ese invento de locos. Tic-tac, tic-tac. Inimaginable, qué extrañas criaturas habríamos sido sin las exigencias del reloj.