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Aunque supongo que el día de la costumbre llegará, todavía me está costando mucho afrontar el cambio vital que ha supuesto la sustitución de las ideas por los sentimientos. La era de la emoción, podríamos llamarla. Si la cosa emociona, entonces es que funciona. De lo contrario, vamos mal. Gente emocionada por cualquier cosa la vemos a diario a montones. Es gente de todas las edades y géneros. Personas que, lejos de intentar comprender las cosas -porque para qué sirve, en realidad-, basan su existencia en el cúmulo de emociones que estas provocan. «Es que me he emocionado», farfullan sin parar al intentar descodificar todo lo que les llega de afuera. Incluso los niños ya están siendo vilmente adiestrados en el arte de la emoción. Ni siquiera van al colegio para aprender, sino para conseguir identificar sus emociones, cada una con su color correspondiente y un gomet que deberán pegar en un recuadro creado a propósito (el famoso ruler). No pasa nada si no se saben la lección del día; ahora bien, que no se les ocurra ocultar su tristeza, su rabia o su preocupación. Y en esas estamos todo el santo día. Que si una emoción por aquí y otra emoción por allá. Menos mal que aún me tocó la época de estudiar las tablas de multiplicar y las capitales del mundo. Lo celebro. Y no recuerdo si el día que me lo aprendí estaba triste o contenta. Lo cierto es que identificar las emociones está chupado. Cualquiera aprueba. Lo que ocurre es que, después, en la vida real las emociones no sirven como excusa. Uno tiene que demostrar que está bien y feliz todo el tiempo (una barbaridad). La tristeza y la depresión no caben en Instagram. Y ahora se nos pide un favor aún más descacharrante: que seamos felices para potenciar el turismo. Así, si los residentes somos felices, los turistas también lo serán. Felicidad turística. Lo que nos faltaba. En fin.