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No puedo ni debo explicar una cuestión que es ajena a la rama del Derecho que estudio. Hay muchas voces acreditadas para realizar un profundo análisis del Decreto Ley 3/2024, de 24 de mayo que establece un procedimiento de legalización extraordinaria para todas las construcciones que están fuera de ordenación en rústico. La primera de las reflexiones es la relevancia que ha conseguido este tipo de suelo y la recuperación de muchas casas y casetas que -legales o no- décadas atrás solo cumplían una función de ocio o de fin de semana. El rústico como productivo agrícola ha sido lamentablemente abandonado en municipios punteros como sa Pobla donde sus minifundios (cortons de 1.777 m2) impiden cualquier tipo de desarrollo o uso de vivienda. Los latifundios, a menudo con casas señoriales, han sobrevivido gracias a la actividad turística que ahora intentan fincas de menor entidad si no se han convertido en la vivienda habitual de los propietarios. Unas tierras que valían poco y que incluso fueron adquiridas por peninsulares que llegaron para trabajar en nuestras desaparecidas fábricas o también en el sector turístico (algo absolutamente impensable hoy con el drama de la vivienda para el que no tenemos las soluciones correctas). Se expone para justificar la legalización que el mal (visual) ya está hecho y lo cierto es que sí, pero se crea una excepción demasiado importante a una ley que siempre ha sido de contención (lo dejan claro las superficies mínimas) y que ahora ha penalizado a quienes la han acatado. Entre optar por que algunas viviendas desaparezcan o se consoliden para siempre se ha optado por lo segundo y la cantidad es respetable: 30.000. Hablando de superficies habrá familias que con 50.000 metros nunca podrán tener una casa y otras que con 1.000 podrían tener varias. Lo de la contraprestación económica y las obligaciones medioambientales a implementar me parece una buena razón siempre que estas no se conviertan en la excusa ridícula y no se comprueben. Porque este es el gran problema del urbanismo actual: cumplir la disciplina (que no debe estar en los ayuntamientos) y que sea una actuación de la administración eficiente y rápida. Me preocupa la llamada al incumplimiento y a cometer infracciones que otro nuevo futuro pueda convalidar. Me preocupa que las redes clientelares sigan existiendo en algo donde se puede crear una gran discriminación entre ciudadanos. Lo cierto es que esta ley es un premio que debería tener un coste notable ya que las casas ilegales prescritas podían ser demolidas si hubieran cometido una infracción. En fin, yo poco sé, como contaba Juan Ramón Fernández Torres, catedrático y experto abogado urbanista que bien conoce las Illes Balears: «La falta de disciplina continúa lastrando la política urbanística de todas las autoridades competentes y forzando soluciones que dejan un regusto amargo». Ojalá entre todos soltemos lastres y dotemos de seguridad jurídica y estabilidad el rumbo de nuestro territorio, lo agradeceremos.