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Se ha montado esta semana una cumbre de la OTAN, el grupo en el que los países que están no saben muy bien qué hacen y unos cuantos que no están quieren estar. Con la distracción de las elecciones en Francia, el Reino Unido y los líos domésticos, toda la atención que se le ha dado en la cumbre ha estado en las meteduras de pata del anfitrión, el presidente norteamericano, Joe Biden, que no defraudó a la afición. Ha debido de ser como una especie de reunión de propietarios en el que el presidente no se entera y le toca el turno al vecino del quinto al que no aguanta nadie más de la escalera y que ni siquiera saluda cuando sube en el ascensor, lo que viene a ser Donald Trump si aterriza en noviembre. Así, los miembros de la alianza se han quedado en afianzar la ayuda a Ucrania, que viene a ser la derrama que toca pagar este año y en hacer una declaración sobre los riesgos que implica China: algún año de estos habrá que pintar la fachada, pero ahora mismo no nos va muy bien. Al repasar las cuentas se le ha afeado a Canadá que no está al tanto de las cuotas. A ver quién va a atacar a Canadá. De paso se ha celebrado que la Alianza Atlántica ha cumplido 75 años desde que se montó, cuando Europa estaba llena de ejércitos soviéticos. En esa memoria, los socios aventuran una nueva Guerra Fría y la necesidad de rearmarse para mantener la primacía ante otras potencias que emergen del sur. Auguran un riesgo para mantener determinadas normas del club: una cierta defensa de las democracias internas sin que importen mucho las externas y no se sabe si la amenaza viene solo de fuera o de dentro. Por supuesto, en la cumbre apenas se ha dicho una palabra sobre Israel. España ha intentado hablar de la frontera sur, pero igualmente como el vecino del ático, al que le preocupa una gotera que a nadie más cae y que, mientras no sea más grande, no importa demasiado.