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En algún momento durante el siglo pasado, los países ricos se inventaron el derecho de asilo. La idea era la siguiente: se han de abrir las puertas a aquellos que, perseguidos por razones políticas en sus propios países, buscan refugio. La experiencia de la Segunda Guerra Mundial era dolorosísima, de manera que apenas unos años después de su conclusión ya teníamos consagrado este derecho. ¿Quién podría estar en contra de algo tan noble?

Años más tarde, esta legislación se aplicó ampliamente a los perseguidos por las dictaduras latinoamericanas. Amigos míos huyeron de Uruguay y se encontraron en Escandinavia con un mundo jamás soñado: les daban un piso, comida y un pequeño salario, mientras recibían clases del idioma local, también sin coste alguno. Yo visité a alguno de ellos en Gotemburgo y la verdad es que aquello era como estar de vacaciones.

El procedimiento, que varía de país en país, establece más o menos que se debe comparecer ante la autoridad local, declarar la petición de asilo y desde ese momento el estado receptor asume la obligación de ofrecer todo lo necesario, especialmente alojamiento y comida, mientras se determina la situación.

Cuando todo esto se analiza más en detalle, aparecen los problemas. ¿Qué significa ‘perseguido político’? Para Francia, los etarras no tienen este derecho porque España es una democracia plena, pero para Suecia los Tupamaros sí eran merecedores de protección, aunque se rebelaron también contra una democracia a la que destruyeron con su violencia.

Este derecho, que muy pocos habríamos discutido, ha degenerado en el caos migratorio en el se encuentra hoy Europa. Grupos profesionales organizan masas de personas que huyen de sus países por razones económicas, los embarcan en pateras y los instruyen sobre qué tienen que hacer apenas entran en territorio o aguas jurisdiccionales de un país adherido al derecho de asilo, que son todos. Desde el momento en que contactan con una autoridad, ya es un problema del país receptor, obligado a proporcionarles todo, mientras se investiga la solicitud, habitualmente engañosa. Así, lo que tenía que ser un derecho para perseguidos políticos, ahora es un subterfugio para quienes no tienen forma de sobrevivir en países cuyos gobiernos son incapaces de ofrecer futuro a sus ciudadanos. Como para nosotros rever qué ocurre con este derecho toca temas tabúes como el racismo, la xenofobia y la discriminación, nos hemos metido en un lío delirante. Hay países que mandan a estos supuestos refugiados a hoteles con todos los gastos pagados a la espera de que la burocracia pueda aclarar lo inaclarable, porque frecuentemente no hay seguridad sobre la verdadera identidad del refugiado, respecto a cuál es su país de procedencia y, mucho menos, sobre si están perseguidos o no. Salvo en casos como el de Siria, normalmente estamos ante una necesidad de supervivencia económica. En casos como el de Cuba o Venezuela, los límites son tan borrosos que se podría decir que hay motivos para defender todas las lecturas.

Pero observen: si alguna de estas personas hubiera hecho las cosas como toca, o sea acudir al consulado del país de destino y hubiera solicitado una visa de trabajo, Europa se la hubiera denegado porque no aceptamos que nadie venga a nuestro continente a trabajar legalmente.

Todas las políticas conforman un mensaje, también en este caso. El mensaje de Europa al mundo, especialmente a África, es «No vayáis a los consulados, no nos contéis vuestra verdad, no vengáis en familia, no digáis vuestros verdaderos antecedentes, no emigréis de forma ordenada porque no os vamos a aceptar; pagad a las mafias, arriesgad la vida en pateras miserables, mentidnos con persecuciones políticas, montadnos circos emocionales en los puertos, enviadnos niños sin familias y entonces os abriremos las puertas de par en par porque así sentimos que somos sensibles y solidarios. Sufrid que eso nos ablanda.» Porque si fuéramos serios, nos preocuparíamos de abordar estas tragedias en los países de origen, no cuando las embarazadas están en una playa. Que esto siga ocurriendo tras años y años denuncia la impotencia de lidiar con nuestros complejos, asunto mucho más espinoso que la inmigración.

Ante esta impotencia, el sentido del voto ha ido variando, pero el establishment prefiere pensar que los ciudadanos misteriosamente se han vuelto fascistas antes que abordar racionalmente este problema, superar los tabúes y ver sin apriorismos por qué hemos perdido el sentido común en nuestras políticas migratorias. Porque al final, la inmigración también es un asunto de sentido común.