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Es de sobra conocido el gran uso –me figuro que metafórico– de la palabra ‘versión’. Es un término que se ha puesto de moda, no sé muy bien cómo, y goza de una aceptación fabulosa, a juzgar por la cantidad de veces que es repetida a lo largo del día. Resulta que de significar las diferentes formas que adopta la relación de un suceso o relato, se ha convertido en cada una de las formas que adopta un individuo para actuar o proceder. Es decir, que no solo una obra puede contar con diferentes versiones, sino que también poseen esta característica los seres humanos. Ahora todos tenemos diversas versiones y, según lo que queramos hacer, sacamos a la luz una u otra. Es decir, no solo tenemos versiones, sino que somos capaces de diferenciarlas y presentarlas. No entiendo a quienes, con total seguridad, te sueltan «esta es mi mejor versión» o «saca tu mejor versión» o «la mejor versión de mí mismo». En fin, toda una antología de versiones. Uno posee el don de saber cuál es la mejor y cuál no lo es. Lo que yo no entiendo es, sabiendo distinguirlas, por qué a veces se saca la mejor y otras, no. Deberíamos mostrar siempre la mejor de todas. Y, sin embargo, no lo hacemos. Solo aparece cuando, a causa de no sé qué remilgo, se opina que es mejor sacarla a relucir en ocasiones especiales. Creo que me estoy haciendo un pequeño lío. A ver, si uno puede ser siempre fantástico y acompañar a su mejor versión de una sonrisa de oreja a oreja, qué es lo que le conduce a considerar que, la verdad, no es para tanto. Yo me he estado examinando a conciencia y he llegado a la conclusión de que solo tengo una versión (me daría miedo tener varias) y de que, además, siempre enseño la misma. Pues no. Debo de estar equivocada. Puesto que no hay día en que no oiga a alguien asegurando que va a esmerarse en sacar la mejor de que disponga. Yo es que no puedo con las versiones. Yo –estoy segura– solamente tengo una y procuro que sea la que salga a relucir. Siempre. A veces funciona y otras veces, no tanto. Pero una solo, por favor.