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Si no fuera porque una se acostumbra a todo, la vida en este planeta sería imposible. La facilidad con la que el ser humano se adapta a toda clase de calamidades es uno de los rasgos más ventajosos y útiles para sobrevivir. Porque, de no ser así, ya me dirán qué haríamos con tantas amenazas saliéndonos al paso. Estamos en alerta todo el tiempo. Ahora mismo, por ejemplo, no sé cuántas comunidades autónomas están en alerta por altas temperaturas. Y si en esta ocasión no nos vemos afectados, la próxima vez lo estaremos. Porque ya sabemos cómo son los veranos aquí. Se oyen tantos comentarios sobre el calor extremo con el que tendremos que lidiar y son tantas las veces que tenemos que combatirlo, que una entra en el verano con un susto de muerte. Dan ganas de acomodarse en la butaca y esperar a que pase todo. En seguida salen de debajo de las piedras los amedrentadores que te dicen que tienes que beber mucho, que no salgas a según qué horas y que te pongas crema solar simplemente para sacar la cabeza por la ventana. Así, desde luego, no se puede. Seguramente hay muchísimas más amenazas que deberían ponernos en alerta, pero como las vemos más lejanas no les hacemos caso. En cambio, que el calor vaya a ser insoportable es algo que nos amedrenta como nada. Vivir en alerta constante por cuestiones meteorológicas cansa bastante. Pero no es nada comparado con la hipervigilancia que traería consigo todo lo demás: guerras que asolan el mundo, terrorismo, conflictos por ciberseguridad, deficiencias en la gestión de flujos migratorios, etc. Ni tampoco los terribles desastres naturales que se suceden en distintas zonas del planeta. Viajamos sin pensar en la posible inseguridad aérea o marítima. Y el crimen organizado nos parece algo que únicamente existe en las películas. De entre todas las amenazas, solo la del calor extremo es la que no nos deja vivir. Por la costumbre.