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Las quiebras al Estado de derecho no surgen únicamente de las decisiones políticas de quienes lo comandan. A veces, son personajes de tercera fila los que, con sus acciones u omisiones, contribuyen con su granito de arena al desprestigio institucional, antesala de todos los regímenes autoritarios, que acaban justificando así la imposición de la voluntad del tirano de turno.

La astracanada de los Mossos d’Esquadra en el fallido regreso triunfal de Carles Puigdemont es uno de esos episodios que cuestionan abiertamente que los poderes del Estado sirvan, en estos momentos, para algo más que para dar ocupación a enchufados, socios y acólitos del partido del poder.

Hace falta ser inútil para salir en rueda de prensa, como hicieron el comisario Eduard Sallent y el conseller Joan Ignasi Elena, a confesar que el supuesto operativo articulado para la detención del expresident fugado falló porque no esperaban este comportamiento de Puigdemont, arropado en su patético flash-mob por un numeroso grupo de personas, entre ellas, Jordi Turull, previamente indultado por Pedro Sánchez de sus delitos de sedición y malversación de caudales públicos –ahora ya sabemos para qué clase de ‘pacificación’ sirven esos indultos– y su abogado, el chileno-alemán Gonzalo Boye, oscuro personaje condenado en 1996 a 14 años de prisión por colaboración con organización terrorista –de hecho, estudió la carrera de Derecho en prisión– y actualmente acusado de blanqueo de capitales y falsedad documental en un procedimiento que se sigue ante la Audiencia Nacional contra el narcotraficante Sito Miñanco, lo que evidencia la catadura moral de Puigdemont y su entorno.

Pues bien, las explicaciones de los mandos de la policía catalana no hacen sino abundar en su absoluta incompetencia. Que todavía no haya dimitido toda la cúpula de los Mossos demuestra las inmensas tragaderas de nuestra sociedad, capaz de aceptar las más aberrantes muestras de ineficacia de los servidores públicos, como si no nos costasen dinero.

La alternativa a la ineptitud es, obviamente, la corrupción, que el juez Llarena –coco de los gurús del Procés– ya estará investigando. De hecho, según parece algunos agentes colaboraron activamente en la fuga. Vamos, que no valen ni los de ‘asuntos internos’. Si fuese una empresa privada, estarían todos en la calle.

Y del CNI, mejor ni hablar, porque en manos del Gobierno tampoco podemos esperar que actúe con un rigor diferente al que lo hacen el CIS o la Fiscalía General del Estado, meros apéndices del titiritero mayor con sede en La Moncloa.

Aquí en casa, la policía está a otros asuntos. Los delincuentes argelinos que ocupan titulares todos los días llevan a nuestros infradotados cuerpos de seguridad por la calle de la amargura, especialmente porque la judicatura tampoco parece muy consciente del enemigo al que nos enfrentamos y aplica lenitivos incomprensibles a esta ralea.

Por eso se entiende poco la gestión de determinadas redes sociales. Hace unos días el community manager de la Policía Local de Palma publicaba en redes la sanción a un individuo por haber trucado un ciclomotor. Con la que está cayendo, no creo que eso sea como para sacar pecho, aunque haya que hacer cumplir la ley, claro. Vamos, que tampoco han detenido a Puigdemont.