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Lo primero que leo por las mañanas a primera hora es una información que se planta en la pantalla del teléfono que textualmente dice: «Hoy hará más calor que ayer». Estos últimos días añadía la variante de que se acerca la tormenta del siglo. El segundo mensaje, todavía en la cama, es del señor Google, que me recuerda que no tengo espacio y me amenaza con no poder mandar ni recibir más mensajes y el tercero hace referencia al sorteo del Euromillón indicándome que el boleto sellado en Lloseta a través de la aplicación no tiene premio. Todo esto sin poner un pie en el suelo ni lavarme los dientes. A partir de ahí todo debería ir a mejor, pero no siempre es así. De hecho, no es así casi nunca. Los malditos teléfonos deberían servir solo para hablar y que las malas noticias te llegaran de otra forma, sobre todo las que tienen que ver con el tiempo y el calor, aunque lo que hemos sufrido de finales de julio hasta ayer mismo es de otra dimensión. El otro día se estropeó el aire acondicionado de mi coche. Sí. En verano. Cosas que pasan siempre cuando más calor hace. No refrescaba nada. Es más, me echaba aire caliente. Una fuga, me dijeron. Como no podía ser de otra forma, me pilló en la vía de cintura sin posibilidad de reaccionar. Me vino a la cabeza la película Un día de furia de Michael Douglas. El actor dejó el coche en la carretera cansado de luchar contra una mosca a la que no podía aniquilar y se marchó. Yo estaba a medio camino entre el aeropuerto y el Palau de Congressos sudando como un animal mientras el resto de conductores iban la mar de frescos y relajados. En ese momento el móvil me envió otra notificación. «Ya te dije que hoy haría más calor que ayer».