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Jonathan Harker llevaba un diario. Mina Murray llevaba un diario. Y Lucy Westenra. Hasta el doctor Seward llevaba un diario en el que no dejaba de anotar nada. Solo un genio como Bram Stoker podía hacernos creer que mientras el conde Drácula esperaba el momento en que la oscuridad se cerniera sobre Whitby para entrar por las ventanas de sus casas y chuparles la sangre, todos los demás personajes de la trama, en lugar de estar afilando sus estacas y repartiendo crucifijos por las habitaciones, se dedicaban a compartir consigo mismos sus temores en un cuaderno.

Siempre he admirado, con todo, a esa gente que es capaz de llevar regularmente al corriente un diario donde contar las cosas que le van pasando. Yo lo he intentado muchas veces al iniciarse el año y nunca he llegado a la segunda semana de febrero. El problema de los diarios, como ya advertía Amiel en los suyos, es que uno empieza a escribirlos con la idea de contar su vida y acaba obligándose a tener una vida que poder contar, lo cual es agotador. Por algo Winston Churchill, sin ir más lejos, solo los llevaba cuando residía en Downing Street. A mí me pasa, además, que junto a la falta de constancia que me caracteriza, desde que empecé en esto del columnismo tengo la manía de no escribir nada que luego no pueda facturar. Lo de escribir gratis, aunque sea para uno mismo, yo no lo veo, francamente.