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Me llegó un e-mail de una de las grandes telefónicas ofreciéndome móviles. Como a un familiar mío su teléfono no se le carga bien, decidí comprarle un modelo antediluviano, apto sólo para hacer llamadas. Primero intenté la compra por Internet, pero no sé mi contraseña, de modo que llamé por teléfono a una línea gratuita que ofrece la compañía.

El vendedor me dijo que el móvil valía exactamente 0,50 céntimos por mes durante dos años, importe que se añadiría a la factura de la línea, que ya tengo. Como la llamada me parecía interminable –«espere que no se carga la página»; «ahora vuelvo que he de certificar una cosa»; «¿me repite su DNI?»– y el empleado era muy amable, le comenté que no me parecía mucho negocio el que estaba haciendo la compañía porque sólo su trabajo ya valía más que el dinero que finalmente me iban a cobrar. Me contestó algo amable y simpático.

Pensé que eso era todo, pero al acabar el vendedor me dijo que aún sus compañeros de grabaciones me llamarían para terminar la operación. Todo sea para tener un móvil.

A la tarde, me llamaron. «¿Está dispuesto a que hagamos la grabación?» Aquello empezaba a ser ridículo, pero venga. Entonces me lee un rollo: «Yo, Javier Mato, con el DNI número xxxx, domiciliado en xxxx acepto que esta grabación es un documento con validez en caso de…» «¿Está de acuerdo?» «Sí». «¿Acepta que la compañía y todas sus afiliadas puedan manejar sus datos de forma comercial con el objetivo» tal y cual? «Sí». Así otras tres o cuatro preguntas mediante las que estaba aceptando que la ley no me proteja, lo cual paradójicamente está permitido por la ley. «Ahora le voy a pasar con mi compañero para que complete el cuestionario». Cuando yo creía que aquel rollo de veinte minutos había acabado, en realidad estaba por comenzar. Yo quería comprar un miserable teléfono de diez euros. Pero bueno, si había llegado hasta aquí, tampoco me voy a morir por seguir un poco más.

Entonces me habla el segundo ‘notario’. «Hola. Sigo con mi parte de cuestionario». Bien, ahí vamos. De nuevo el nombre, el apellido, la calle, el documento y todas estas cosas que ya había contestado varias veces. «¿Está de acuerdo con que siga con el cuestionario?».

Después de una eternidad, ahí estoy aún contestando estupideces por un teléfono de diez euros, como si estuviera comprando un loft en el Empire State. A la cuarta o quinta vez que me pregunta si estoy de acuerdo con otra pregunta ridícula, le dije que no, que no estoy de acuerdo, que lo hago porque quiero el teléfono. Se ve que el manual permite que el torturado pueda desviarse del guion una vez, porque el hombre prosiguió como si yo no hubiera dicho nada. Otra pregunta sobre si reclamaré en el futuro por el uso del teléfono o no sé qué bobada. Ya era insoportable y entonces al pedirme que ratificara mi acuerdo le dije que «no», por supuesto, estoy haciendo el ridículo. Estamos todos locos. Yo sólo quiero comprar un teléfono y usted me está sometiendo a un interrogatorio absurdo». «Lo siento, aquí acaba la grabación. Le volveremos a llamar».

Es evidente que alguien en esta compañía debe de haber diseñado esta idiotez. No puede ser que hayan terminado en esto por azar. No puede ser que nadie se haya preguntado qué demonios es esto. Alguien debe saber que cabe la posibilidad de que una persona que compra un teléfono de doce euros, como es mi caso, acabe en este enredo. Dudo que haya algún smartphone que justifique esta bobada, pero de ninguna manera una chatarra para un viejito. Ese alguien, si en esa empresa queda sentido común, debe ser destituido de inmediato por estar fuera de lugar, porque es un peligro público, porque es un pirado, porque no pisa con sus pies en la tierra. Y sin embargo lidera una corporación como esta.

A mí todo esto me parece una muestra perfecta del nivel de absurdo al que hemos llegado en nuestra sociedad contemporánea. Ni siquiera sobrevive el sentido de la rentabilidad. Yo los mandé al diablo porque mi tiempo, siendo yo un don nadie, vale tanto que no puedo dedicarme a estas chorradas, no digamos para los que me interrogaban. Se trata de la estupidez más disparatada, una muestra de hasta qué punto no nos damos cuenta del absurdo. No me quiero imaginar tener al que aprobó esta estupidez como jefe. ¿Cómo sus subalternos le dicen que ha perdido la cabeza? No quisiera tener que escuchar su estrategia en una sesión de ‘power point’. ¿Se imaginan una reunión de trabajo con alguien así?

Esto lo hace Míster Bean y hacemos una mueca diciendo que exagera.

Al final, fui a una tienda de teléfonos, donde nadie me pidió nada más que el dinero y listo.