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Lo único importante que debía hacer estas vacaciones era arreglar mi armario. Uno de esos en los que metes un poco de todo. Ya saben. Todo ahí es bienvenido. Era el gran reto de las vacaciones. Ordenar el armario. Pues bien, ha sido lo único que no he hecho, entre otras cosas porque unas vacaciones no eran suficientes. Esa misión requería como mínimo de una excedencia y dedicación a tiempo completo. He de reconocer que lo intenté una noche. Llegué incluso a abrir la puerta. Observé su interior y entré en pánico. Decidí cerrar y darme la vuelta. Mañana será otro día, pensé. Me autoconvencí. Soy muy bueno autoconvenciéndome de lo que más me interesa. Minutos después, un ruido extraño me heló la sangre. Procedía del interior del armario. Se estaba vengando. Era insistente, continuo y no había duda de que procedía de dentro. Algo había cobrado vida. Muchas películas de terror empiezan así y terminan con el protagonista ensangrentado tras un ataque frontal con el diablo. Me armé de valor y abrí la puerta despacio, guardando las distancias, cobarde. Resultó que se había colado sin yo darme cuenta mi gata pequeña. Una siamesa minúscula a la que Carmen puso el nombre de ‘Lúa’ y que arañaba la puerta con sus garritas para salir del habitáculo maldito donde se había colado. Fue una señal. No te acerques al armario. Soy muy bueno dándome señales que me interesan y esa me indicaba con rotundidad que no debía aproximarme a ese lugar. Autoconvencerme de las cosas que me convienen es muy bueno. Es una forma de neutralizar la mala conciencia. Como Pedro Sánchez, lo que pasa es que yo lo hago con mi armario y él lo hace en la Moncloa.