La muerte no es una salida a un problema que seguro que tiene solución. Porque precisamente todo tiene solución menos la muerte. Hace unos días, el 10 de septiembre, se conmemoraba, como cada año desde 2003, el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Sí es necesaria una fecha para darle una visibilidad mayor a un asunto de máxima importancia, pero no basta; es imprescindible una atención permanente y elevada hacia un problema de salud pública de gran magnitud y alcance planetario. Las cifras lo exigen: 700.000 muertes por suicidio en el mundo cada año. Cifras oficiales que con seguridad se quedan cortas porque puede haber miles que no se registran y, según la OMS, por cada fallecimiento autoinfligido se producen al menos 20 intentos. De hecho, las fechas de los últimos datos disponibles difieren mucho entre países, así que resulta difícil poder saber la situación real.
Las estadísticas oficiales son espeluznantes en Lesoto, un pequeño país geográficamente enclavado en Sudáfrica. Allí la tasa de suicidio es de 87,5 por cada 100.000 habitantes. La cifra duplica la del segundo país en la lista: Guyana, al norte de Sudamérica, por encima de 40. En España, aunque la tasa está en 8,85, las cifras también son alarmantes: 4.227 muertes por suicidio al año en 2022; 11 personas por día; una persona cada 2,5 horas.
Sin embargo, no tenemos un plan nacional de prevención, pese a ser la primera causa externa de mortalidad en nuestro país y ser reclamado por todas las organizaciones que trabajan en salud mental y prevención del suicidio, así como asociaciones de pacientes y familiares. La OMS señala 38 países que disponen de él, pero aquí no hay un programa estatal impulsado desde el ámbito público y político. De hecho, no he visto jamás una campaña institucional.
El trabajo desborda a las entidades, muchas creadas por profesionales con afán de ayudar, que suelen contar con pocos recursos y mucha solidaridad y voluntariado. Su aportación es encomiable. Buscan cómo dar solución al sufrimiento y la desesperanza y hacer entender que existe apoyo y salida. Así lo hacen, entre otras, la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio y Familiares Allegados en Duelo por Suicidio (RedAlPIS-FAeDS), la Confederación Salud Mental España, Después del Ssuicidio-Asociación de Supervivientes, la Fundación ANAR, la Fundación Española para la Prevención del Suicidio - Sociedad Española de Suicidología, la Asociación de Familiares y Amigos Supervivientes por Suicidio de las Islas Baleares (AFASIB), Papageno, La Niña Amarilla y la incansable Teléfono de la Esperanza. Estas dos últimas han participado en la última demanda (‘Hagamos un plan’), junto con La Plataforma Nacional para el estudio y la Prevención del suicidio, donde están reunidas más de 40 entidades.
Al final, cada suicidio refleja un fracaso como sociedad. Todas esas muertes, que provocan un profundo impacto en otras muchas vidas, pueden prevenirse y evitarse. No destinar esfuerzos y recursos públicos salpica de responsabilidad a todos los que pudieron aprobar una estrategia global y no lo hicieron. Recordemos que en octubre de 2022 el pleno del Senado rechazó la elaboración de un plan específico que no diluya el suicidio en una actuación de salud mental y focalice medidas en adolescentes y personas mayores, iniciativa propuesta por UPN y rechazada con 137 votos en contra, entre ellos el partido que gobierna y algunos de sus socios. En marzo de 2024 ha aprobado una moción del PP para impulsar un plan nacional. Pero ha pasado medio año y aquí no hay nada.
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