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La televisión pública, que nos cuesta la friolera de 1.500 millones de euros cada año, no ha de ser divertida, aspirar a audiencias millonarias ni competir con la bazofia de los canales privados. Es un servicio público y debe limitarse a informar y difundir asuntos de interés nacional, con rigor y seriedad. Si su audiencia se va al garete, pues no pasa nada. Habría que recortar los sueldos estratosféricos a las estrellitas de la pantalla y dejar en plantilla a los profesionales solventes, técnicos y periodistas. Pero, ay, el inmenso poder que tiene la televisión seducen a las alturas políticas y desde allí se dan órdenes de manipular a la opinión pública, intentar camelarla con programas de moda y arrastrar a la audiencia en ridículas competiciones por ver qué presentador es más estrella que el otro.

Lo que me hace hervir la sangre es el tratamiento torticero que se da a ciertas noticias en los espacios informativos. Ahí es donde debe reinar el más escrupuloso rigor, la objetividad más afilada posible y el espíritu periodístico, ni político ni de show. Llevamos meses escuchando las crónicas de los corresponsales en Oriente Próximo con asombro. Clarísimamente posicionados hacia los intereses del pueblo palestino, como manda Pedro Sánchez, algo censurable cuando hablamos de periodismo, no de opinión. Para ello utilizan deliberadamente términos ambiguos, como calificar a los miembros de Hizbolá como «milicianos», cuando todos los países desarrollados del mundo consideran que se trata de un grupo terrorista. ¿Acaso a los etarras que pusieron las bombas en Hipercor el Telediario les llamó alguna vez «milicianos»? ¿A los asesinos de las Torres Gemelas? ¿A los que dinamitaron los trenes el 11-M?