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Corría el año 1959 y una misteriosa señora de habla inglesa visitó Mallorca, como enviada especial. Era una de las secretarias del gran Charles Chaplin, el actor inglés conocido como Charlot cuyas películas encandilaban a medio mundo. Y no al resto porque los norteamericanos lo acusaban de ser prosoviético. Y eso de ser rojo en Estados Unidos era pecado capital. La secretaria, a su regreso, le habló maravillas de la Isla y el mito aterrizó en el aeródromo de Son Bonet el 11 de julio, acompañado de su bella esposa Oona O’Neill, sus seis hijos y dos institutrices: miss Pillinge y miss Kenzie. Que no daban abasto con tanto niño. El protagonista de El gran dictador solo puso una condición: que luciera el sol mallorquín cada día, que estaba harto de los días grises en Suiza, donde se había exiliado. Alguien le prometió que en Mallorca, si algo tenemos, es sol y Charlot soñó en broncearse en la playa de Formentor. Pero debía ser un poco gafe, porque cuentan las crónicas de la época que ni un pequeño rayo asomó durante su estancia mallorquina. Así que volvió más blanco de lo que estaba a Corsier-Sur-Vevey. Y muy cabreado, como es lógico. Allí murió el día de Navidad de 1977, mientras dormía, a las cuatro de la madrugada. Pero ni por esas pudo descansar tranquilo. Al año siguiente unos cafres robaron el cadáver del cementerio, para extorsionar a la familia. Tres meses después, sus restos pudieron ser recuperados por la policía y la familia, para evitar más macabras tentaciones, lo sepultó bajo una losa de dos metros de hormigón armado. Que no atravesaba ni el sol mallorquín.