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La noche otoñal era apacible, con un liviano punto de frialdad. En la casa de al lado, la que fue lugar de veraneo de mi tía Margalida Perantoni y mi tío Jaume Mariaina, estaban de fiesta. No era para menos: se celebraba el nacimiento de las gemelas Kai y Vera, que llegaron al mundo en Estados Unidos. Por eso la bandera de las barras y las estrellas ondeaba –a falta de mástil– en una viga de la terraza. Yo cerraba los ojos y veía a mi tía sentada en aquel mismo lugar, en sus postreros días, verano de 1981. Cuatro generaciones la separan de las pequeñas norteamericanas que, ajenas al jolgorio, dormían plácidamente en su habitación. ¿Les hablará alguien un día de la historia de su familia, de la casi sagrada condición de la casa que fue testigo del veraneo de su padre, su abuela, su bisabuela y su tatarabuela? Espero que sí, pero no puedo estar seguro. Un gran trecho les separará de sus orígenes: de una modesta fábrica de harinas en sa Pobla a una vida en Detroit. ¿Pudo imaginar alguna vez la hermana pequeña de mi madre que una tataranieta suya se llamaría Kai, amb lo guapo que és Margalida o Bel? En la casa de al lado, aquella noche sabatina, estaba casi toda la familia. Grandes y pequeños, mayores y jóvenes, comíamos y bebíamos en las mesas dispuestas en el jardín. Luego se armó el baile en la terraza. Nunca he sido de mover el esqueleto, así que me senté en el pretil, de espaldas al mar, y di rienda suelta a mis reflexiones. A ratos me sentía feliz pero en otros me invadía la tristeza. La mayoría de quienes me rodeaban o venían a darme un abrazo, nada saben o nada quieren saber de sus ancestros remotos. La familia es larga y ancha y permanece unida pero estamos a un paso de perder la memoria de los ancestros. Yo soy el más viejo de los descendientes varones de Pere Antoni Aguiló y Bet Maria Aguiló, el matrimonio de xuetes acomodados que hace casi 90 años decidió que el Barcarès –en la entonces desolada y pobre Alcúdia– era un buen lugar para pasar los veranos. Hay fotos que lo atestiguan y libros que lo cuentan, pero yo sé que el olvido es como la maleza y poco a poco irá ocupando el escenario de una historia maravillosa –con sus tintes dramáticos, que de todo ha habido– de la que nadie se acordará. «Es ley de vida», me dicen los que no cultivan los recuerdos pero yo sigo empeñado en que las nuevas generaciones –también Kia y Vera, las gemelas norteamericanas– mantengan la cuerda del ancla fija en el fondo.