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Es natural que ante la celebración del congreso de un partido salgan a la palestra sus principales señas de identidad y se pronuncien discursos algo subidos de tono para mostrar al resto quiénes son. Es algo así como un teatrillo para los incondicionales que, tras las bambalinas, se rebaja todo lo que haga falta con tal de rascar alguna cuota de poder. Estos días los de Junts preparan su encuentro al mismo tiempo que celebran en Waterloo unas jornadas en las que Carles Puigdemont lanza algunas granadas incendiarias. Llama a sus correligionarios a combatir al gobierno autonómico de Salvador Illa y amenaza al de Pedro Sánchez con romper su extraño idilio si no se aviene a sus extravagantes peticiones. Nada nuevo bajo el sol. Puigdemont vive de defender los intereses que, en su opinión, tiene Catalunya y supongo que espera seguir aumentando su cartera de votos con este tipo de pataletas. Le deseo toda la suerte del mundo, porque los 675.000 de la última vez parecen poca cosa para una población de más de siete millones y medio de personas. Que luche por mejorar la vida de los catalanes es lógico para alguien que se define como independentista, pero apedrear a quien puede ayudarte a conseguirlo carece de cualquier fundamento. Si dinamita la inestable presidencia de Sánchez y le fuerza a anticipar las elecciones es más que posible que el próximo Gobierno de España sea una conjunción de la derecha y la extrema derecha, españolistas a muerte ambas. Por su ideología conservadora, Puigdemont se sentirá más cómodo hablando con ellos, pero ante sus ojos no es más que una rata separatista a la que hay que aplastar. Así que yo le aconsejaría un poquito de manga ancha con los socialistas y sus socios.