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Estoy viendo la serie documental a mayor gloria de Bill Gates que habla sobre los retos de futuro a los que se enfrenta la Humanidad y, más concretamente, los estadounidenses. Desde la inteligencia artificial al calentamiento global o la desigualdad económica, son muchos los asuntos que desfilan en cada episodio y que permiten crear un sano debate acerca de las posibles soluciones. Aunque aún no he terminado de verla por completo, sí hay algo que me ha llamado mucho la atención y que me ha recordado a la pobre Greta Thunberg: la ansiedad climática. Jóvenes de clase media obsesionados con ese apocalipsis que se anuncia, que pierden la alegría de la juventud, la ilusión por alcanzar objetivos personales, profesionales o ideales… porque están aterrorizados. Seguramente no han visto jamás derrumbarse un iceberg o morir a un oso polar de inanición, pero tienen pesadillas con eventos como esos y apenas logran disfrutar de la vida por temor al futuro. La palabra «urgente» se repite en cada frase. Ante chicos como estos, que lo tienen todo y que han disfrutado de todas las facilidades existentes en el país más rico del planeta, me acuerdo de mis padres o de mis abuelos y bisabuelos y sus familiares, que sufrieron las guerras carlistas y la Guerra Civil, cuarenta años de dictadura, que vieron morir a hermanos e hijos con la gripe de 1918, que se desangraban en los partos, que quedaban viudas muy jóvenes y cargadas de hijos. Seguramente a ninguno de ellos le obsesionaba el futuro lejano porque bastante tenían con superar un día más. Decía mi madre que cada generación tiene su guerra y acabará por ser cierto. Solo que unos lo viven de verdad, entre bombas, muertes y mutilaciones, y otros solo lo imaginan.