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Las urnas han hablado y la pintoresca familia Trump se prepara para hacer la mudanza a la Casa Blanca. Algo que a muchos les pone los pelos de punta, como vaticinio del apocalipsis, pero que parecía bastante claro desde que el partido demócrata decidió apostar por Kamala Harris, que no cumple prácticamente ninguno de los requisitos para alcanzar esa posición. De hecho, haberse aupado hasta la vicepresidencia del país más poderoso del mundo ya es una hazaña. Estados Unidos no es Europa, ni California, ni Nueva York. Es un país de cuáqueros, pioneros y vaqueros, luego repoblado con inmigrantes de todos los rincones del mundo en busca de la oportunidad de su vida. Pero su esencia sigue siendo esa, la sureña, tan tradicional, tan poco amiga de los cambios radicales, religiosa y reconfortante, de comunidades solidarias y repostería súper dulce. También la de los yanquis, luchadores que sacan adelante grandes industrias, negocios, iniciativas privadas y proyectos económicos, científicos, artísticos… No vi a Kamala Harris en nada de eso. Como hija de inmigrantes, mestiza y ambiciosa, centró su carrera en quienes creía que la apoyarían por el color de su piel y por su género: comunidades pobres, raciales y, sobre todo, mujeres. Su discurso no mencionó la posibilidad de salir de esa pobreza y conquistar la gloria (lo que habría dicho Trump imbuido por el espíritu americano), sino que llevó a cada mitin un saco lleno de promesas de ayuditas, dádivas y limosnas. Eso funciona en América del Sur, por eso están como están. Los pueblos del norte son trabajadores incansables, ambiciosos, luchadores y orgullosos. No quieren oír hablar de aguinaldos, sino de logros. Su más claro representante lo ha logrado.