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En momentos de contención del gasto, regreso a las bibliotecas públicas. Soy como un adicto que va a que le expidan su dosis. Suelo moverme con tiempos ajustados (siempre hay algo que hacer), de ahí que dedique unos pocos minutos a la elección de los libros. Al poco tiempo se une el escaso fondo de la biblioteca a la que suelo ir. Pero no hay mal que por bien no venga, o eso dicen. Últimamente no leo lo que esperaba leer, o lo que querría leer de disponer de tiempo y presupuesto ilimitados. Eso, quiero creer, es bueno, bueno en el sentido de que propicia cosas inesperadas, lecturas con las que no contaba. Estas lecturas inesperadas son las que nos mantienen vivos, lejos de la inercia. La inercia es un somnífero poderoso, el peor enemigo de un escritor. No te das cuenta y tienes más de cincuenta años, algo de sobrepeso y el pelo del cuerpo mal repartido. Entonces te desesperas y haces locuras, cosas que no harías si hubieses sabido darle a tiempo una buena patada a la inercia. Pero, como los perros, ella siempre acaba volviendo. Por eso a veces me acerco hasta la biblioteca de mi barrio y saco dos o tres libros al azar. Para esquivar la inercia.