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En la catástrofe de Valencia no pasó nada excepcional, nada que no sea una práctica habitual: el sector público español, las administraciones, funcionan a diario tan mal como en esta catástrofe, con la suerte de que no tiene efectos letales, de que nadie le presta atención. Este caso ha sido más dramático porque se ha cobrado vidas, lo que lo ha hecho más visible, pero en esencia es una repetición del día a día.

Esta impotencia gestora nace de la convergencia fatal de varias causas: primero, la incompetencia de los políticos; segundo, la escandalosa inhibición de los funcionarios; tercero, la caótica ordenación legal y, finalmente, la desidia del ciudadano que observa lo que ocurre con el fanatismo de quien mira un partido de fútbol.

Los políticos, salvo extrañas excepciones, son incompetentes. La consejera de Interior valenciana, encargada de la gestión de la crisis, no sabía que había un sistema de alertas a la población, por ejemplo, que es como si un jugador de fútbol no supiera que lo suyo se juega con un balón. La casuística que revela su inutilidad es amplísima, con ejemplos tan brutales como la redacción de leyes que terminan determinando lo contrario de lo que pretenden sus autores, porque estos no saber escribir.

¿Por qué tenemos políticos tan inservibles? El primer motivo es el absoluto desprestigio de la política que ahuyenta a los valiosos; el segundo es que para llegar hay que pasar años en un partido, conspirando, apuñalando a compañeros, proceso al cual sobreviven los más inútiles, serviles y malvados; el tercero es que les exigimos que soporten cuanto insulto hay, lo que lleva a que sólo los indignos acepten seguir y, más secundario, las retribuciones son lamentables. Y, encima de todo, el sistema es endogámico: ellos se lo guisan, ellos se lo comen, sin de verdad rendir cuentas a nadie.
España tiene excelentes funcionarios –también de los otros–, pero con organizaciones destruidas. La razón es que los políticos tienen mando en la gestión, mucho más que la simple dirección ideológica. Aquí en España, a diferencia de otras democracias, el político escoge los trenes que se compran, decide la altura de los edificios en un plan general o gestiona las emergencias por lluvias, provocando el sonrojo de los funcionarios competentes. En consecuencia, estos han terminado por centrarse en trabajar poco y ganar mucho y en evitar las responsabilidades penales. Es desvergonzado e insultante, pero han terminado amoldándose a esta putrefacción, siendo ellos también un obstáculo para el país.
El ordenamiento legal español está en el caos. Hoy en día toda institución, toda, es competente en todo. Y se mete en todo, desde los derechos de la mujer al cambio climático. Por los votos, por supuesto, pero eso genera un desorden absoluto, rematado por la politización de los altos tribunales, siempre dispuestos a ratificar lo que diga el político que los ha nombrado. Los medios también tenemos culpa porque les exigimos a todos que se encarguen de todo. El caso de Valencia es uno de los más claros en esa confusión competencial: vean lo que era la reunión del comité de emergencias, que estaba integrado por un batallón de gente, y que todos describen como «el camarote de los hermanos Marx», bajo las órdenes de una inútil. Así, todo lo que se busca en medio de la maraña legal es que las culpas siempre sean del otro y salvar el pellejo. Por eso todo el mundo había dado avisos de alerta, aunque nadie los entienda, pero alejan la responsabilidad propia.

Y el ciudadano, sin quien tampoco el caos en el se ha convertido España se podría explicar. Nosotros nos aproximamos a todo con el deseo secreto de que el culpable haya sido del otro bando, presuponiendo la inocencia del nuestro. «¿Lo ves? Ha sido Sánchez». «Otra vez estos del PP la han hecho». Y así vamos, sin comprender que cualquiera podría haber sido Mazón, porque todos los presidentes autonómicos son como Mazón, inútiles, irresponsables, vacíos. Como Sánchez, en cambio, pocos, porque este es un personaje con una psicología que desborda la maldad normal en un humano. Mientras el ciudadano se conforme con que los suyos ganen, con que el culpable sea de los otros, con que haya buenos muy muy buenos y malos muy muy malos, iremos así. Lo verán en los comentarios a este artículo: «Ha descrito usted muy bien cómo es el partido rival».

Que España aún esté donde está, que su nivel de vida sea todavía aceptable, y que todo lo consiga arrastrando la pesada losa que supone la inoperancia completa del sector público, demuestra nuestro enorme potencial. Imagínense el dinero que dilapidamos en programas sociales que no llegan a nadie; lo que despilfarramos con el descontrol en el reparto de medicamentos; la que tenemos montada en las universidades públicas; lo que estamos haciendo con la obra pública que ha creado bien conocidas mafias; sin entrar en áreas que funcionan a la mitad de su potencial y que son admiradas justamente por eso, porque aún funcionan un poquito.

Si pudiéramos parar por seis meses la confrontación y ordenar racionalmente el sector público, España recuperaría su potencial para crecer, para optimizar sus recursos. Mientras tanto, financiamos esta sangría económica que no sirve para darnos servicios, que no es democrática porque se basa en la manipulación y el ocultamiento, que no es justa para con los más necesitados porque el dinero se lo llevan los más descarados.

Pero la culpa es de los otros. Menos mal.