No me gusta noviembre. No debería ser así porque en este mes nacieron mi hija y mi nieto mayor. También un 14-N me casé por segunda vez con mi santa. Fue en Efrad, donde el rey David pastoreaba sus rebaños, a siete kilómetros de Jerusalén. Debería encantarme este mes y sin embargo, desde siempre, viene causándome desazón y angustia, amén de –solo a veces– un pastoso hastío. Aborrezco sus tardes cortas, que precipitan la dulce hora de la siesta hacia las profundidades de las tinieblas. Esas horas vespertinas oscuras, mojadas, la triste soledad de los pueblos, esos atardeceres cansinos que incitan a la melancolía. Y si, encima, tienes cita con el médico o el dentista ya ni les cuento.
Este 2024, para desgracia de tantos, hemos vivido además con la amenaza que tanto temía el jefe de Asterix: que el cielo se desplomase sobre nuestras cabezas. A los antaño felices habitantes del Mediterráneo nos ha engullido un bucle hecho de angustias y miedo, todo el día pendiente de los avisos de la Aemet. Y con la inaguantable polémica política que, tras las inundaciones de Valencia, nos ha ensuciado a todos más que el fango. Tiempo atrás, yo combatía la modorra del otoño mallorquín con escapadas que me llevaban al otro lado del charco. Durante cinco años programé otros tantos viajes a Centro y Sudamérica para preparar allí mis libros sobre descendientes de emigrantes mallorquines o mis giras literarias trasatlánticas. Más tarde aprovechábamos estas fechas para visitar a mi hijo el embajador. Cierto es que allí las tardes son cortas durante todo el año pero está la luz, el color y esa alegría de vivir que parece que aquí nos han robado.
Debería reconciliarme con el noviembre, que en realidad me ha dado muchas alegrías, pero no sé cómo hacerlo. Porque, además, el mes once lleva al doce, que en cuestiones de color y luz puede ser incluso peor. Y está el puente de la Purísima Concepción, que es cuando menos me apetece viajar y luego el tránsito a la insoportable Navidad, cada día más empalagosa, por laica y hortera. Mi conturbado ánimo de escritor maldito no se tranquiliza hasta que compruebo, poco antes de la fiesta local del santo eremita, que los días empiezan a ser más largos. Per Nadal, una passa de gall i per Sant Antoni, una de dimoni. Entonces sobreviene la esperanza de una nueva etapa de luz. Como decía el inolvidable Josep Rosselló Munar, «tira, que a qualque lloc pararem».
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