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Puede que ya me haya cogido de mayor, pero he de reconocer que eso del Halloween no acaba de convencerme. Ver a gentes y gentes disfrazadas a cada cual más horrendo y terrorífico no es algo que me motive en demasía. Llámenme antiguo, pero me quedo con nuestras castañas frente a sus calabazas. Sin embargo, he tenido oportunidad de vivir este año el Día de muertos en México y ahí sí que, sin duda, al comparar nuestra forma de recordar a nuestros seres queridos que partieron, me quedo con la mexicana. En instituciones, en calles y en todas las casas, se elevan las ofrendas que son altares de mayor o menor tamaño donde, adornadas por las flores de cempasúchil, de color anaranjado muy vivo y aroma muy característico, el pueblo mexicano coloca fotografías de sus muertos junto a las cosas que más les gustaban en vida, desde deliciosos manjares a espléndido tequila. Y todo ello adornado, cómo no, por las famosas catrinas y los catrines, sus compañeros masculinos, que son representaciones de calaveras tocadas con un sombrero nacidas como ilustraciones de textos literarios en el siglo XIX que, a partir de los murales de Diego Rivera, fueron entusiásticamente adoptadas por el pueblo mexicano.

No puede haber forma más bella y alegre de recordar a los muertos que la de los mexicanos. Recordarlos es un acto festivo porque lo que se recuerda es lo bueno que hicieron en vida, y recordarlos es una forma de hacer que sigan vivos en nosotros. Cuenta la tradición que en esos días nos visitan las almas de los que se fueron y el color y olor de las flores de cempasúchil les ayudan a encontrar el camino a nuestras casas.

Las ofrendas de este año en la Universidad Nacional Autónoma de México, fundada en 1551 y considerada una de las mejores de América, estaban dedicadas al cine y cada facultad erigía la suya homenajeando a las grandes actrices que ya murieron, a los enfermeros y enfermeras que dieron la vida en la COVID, a antiguos compañeros…

Es realmente impresionante ver cómo todas las generaciones han hecho suya esta celebración en la que participan gentes de todas las edades y clases sociales. Hombres, mujeres, viejos, o niños, se unen en esta fiesta que rezuma respeto, amor y alegría. Sólo así puede entenderse que una celebración de origen prehispánico haya perdurado y arraigado durante tantos siglos. No se trata de idolatrar a la muerte, sino de considerarla como una parte más de la vida. Recordar a nuestros muertos los mantiene vivos, y hacerlo también nos hace sentir que nosotros estamos vivos.