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Les he contado en otras ocasiones que años atrás tenía piernas, coraje, mentalidad, motivación, fe y sobre todo juventud para ir a correr cada día por el Marítimo. Ahora de todo lo anteriormente expuesto no queda nada o casi nada por lo tanto solo voy cuando la rodilla se olvida de mí y me da una tregua de tres cuartos de hora para trotar sin forzar en exceso. Por aquellas fechas cuando no me dolía nada y más o menos salía a correr con cierta dignidad coincidía con un joven por las cercanías del Portitxol que corría tratando de superar un problema en las piernas que le obligaba a desplazarse con alguna dificultad muy lentamente. Yo imprimía un pelín más de velocidad y siempre que le adelantaba lo hacía en un lugar más o menos amplio de la vía dándole espacio para que no pudiera sentirse agraviado o humillado. Supongo que los que corren me entenderán. No me gusta adelantar como me adelantaban siempre a mí, a lo Usain Bolt y como si estuviéramos en la final de los cien metros. Coincidí mucho con él hasta que dejé de ir tan a menudo por el Marítimo. De esto que les cuento hace unos años. Esta semana fui a correr por Bellver y cosas de la vida me lo encontré de nuevo. Él no ha parado de practicar deporte mientras yo no he parado de ver Netflix. Continúa corriendo con dificultades, pero va más rápido, es más ágil y sigue delgado. Sale con sol, lluvia o viento. En esta ocasión fue él quien me adelantó dejándome espacio, sin agraviarme. Sin humillarme. Tal vez se acordó de mí o tal vez no, pero van a permitirme que mis ídolos sean gente como él. Corredores desconocidos que no salen en los periódicos y que cuando te adelantan te miran de reojo animándote a no detenerte. Porque de eso se trata. De no detenerse.