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El otro día estaba detenido en un paso de peatones de la plaza Madrid, uno de esos semáforos a los que llegas con la luz roja en edad de preescolar y cuando se pone en verde estás para la prejubilación. Me situé junto a una mujer que llevaba de la mano a su hijo pequeño. La señora le recordaba al chaval, que justo en ese momento acababa de salir del colegio, que debían acelerar el paso porque la clase de pintura empezaba en unos minutos y que después llegaría su padre para llevarle a otra actividad creo que deportiva. Por la cara que puso el niño no le entusiasmaba ni una cosa ni la otra. No es que escuchara adrede, es que la mujer elevaba mucho el tono de voz ante la parsimonia del chico, ausente de todo lo que se le comunicaba. Estaba ausente porque justo a su lado otro grupo de niños de la misma edad aproximadamente jugaban al fútbol en la plaza y la portería eran dos mochilas. El chaval salivaba cuando veía a esos pequeños dándole patadas a un balón. Supongo que todo tiene su momento y su contexto, pero si yo me pongo en lugar del niño que iba a dibujo creo que me hubiera gustado más detenerme y añadirme al partidillo. Igual me meto en líos, pero tal vez sería mejor no estresar tanto a los pequeños y dejarles que les pasen cosas de niños. Ya tendrán tiempos para agendas y estrés de horarios. Igual me equivoco y más de uno no compartirá mi opinión. Solo tengo mi experiencia. Los que fuimos niños entre mediados de los setenta y los primeros ochenta crecimos sin tantos líos de actividades extraescolares y poniendo mochilas a modo de porterías en las calles. Con la perspectiva que nos da el tiempo no nos ha ido tan mal. Es cierto que pudo ser mejor, pero ahora mismo no cambiaría esas tardes de bocata y fútbol por nada del mundo. Éramos felices y no lo sabíamos.