Coches

Dicen que la DANA del pasado 29 de octubre en Valencia afectó de forma directa a unas 75.000 personas distribuidas en decenas de poblaciones y, sin embargo, la cantidad de vehículos privados siniestrados asciende a unos ciento veinte mil. Basta ver las imágenes de las montañas de coches apilados para ser llevados al chatarrero para hacerse una idea de la magnitud del problema. En cuanto el nivel de las aguas y el barro bajó y los damnificados tuvieron que volver al trabajo, al colegio y a todas sus obligaciones, el desastre en el transporte público –trenes y metro inutilizados, además de carreteras y puentes– provocó un segundo desastre. La gente haciendo colas de varias horas para coger un autobús, el trayecto que antes era de diez minutos en coche se convertía hasta en dos horas para llegar a la oficina. Contemplar las fotos de algunas calles estrechas de los municipios afectados completamente colapsadas por coches volcados ya transmitía la sensación de que allí, como aquí, apenas puedes moverte si no es con tu propio vehículo. Una realidad que ningún gobierno ha conseguido transformar, a pesar de llenarse la boca de sostenibilidad, medio ambiente y demás entelequias que sirven para un roto y para un descosido. ¿Alguien se imagina cómo sería Mallorca si un día cualquiera desaparecieran los coches privados? La actividad económica se detendría por completo, como casi cualquier otra. Hablar del cambio climático y ver qué podemos hacer para detenerlo está muy bien, pero el espejo valenciano nos debe servir para aprender algunas otras lecciones, mucho más prácticas, más cercanas, más reales que una devastación del clima que, si llega, lo hará dentro de varias décadas. O siglos.